sábado 27 abril, 2024

NARAR LA EXPERIENCIA REVOLUCIONARIA

“Quemar el cielo”, la última novela de Mariana Dimópulos, cuenta la historia de una mujer de 54 años que busca a su prima mayor, militante del PRT-ERP y desaparecida a los 26 durante la última dictadura. La autora conversó con Fixiones sobre el proceso de investigación y escritura de la novela, su implicancia en la historia como escritora y la constitución de una memoria colectiva.

Por: Juan Funes | Foto: Camila Alonso Suárez 

“Alrededor del término ‘decidir’ y ‘escritura de un libro’, se pueden decir muchas cosas. Hay una forma de pensar el tema de un libro, la decisión de escribir un libro, que no está en el orden de los movimientos conscientes”. Mariana Dimópulos reflexiona en retrospectiva acerca del proceso íntimo que la llevó a escribir Quemar el cielo, su última novela, publicada por Adriana Hidalgo editora.  ¿Cuándo y cómo se empieza a escribir una novela?, ¿existe algún elemento concreto que funcione como disparador para escribirla? Con el libro ya publicado y en las mesas de novedades de las librerías, Dimópulos pudo empezar a recuperar la genealogía personal que devino en la escritura de Quemar el cielo: la historia de una mujer de 54 años, Monique, que busca los rastros de su prima mayor, Lila, militante del PRT-ERP y detenida-desaparecida a los 26 años, durante la última dictadura. En diálogo con Fixiones, la autora trazó las líneas con las que fue tejiendo una novela con varias aristas: el tema de la familia, la memoria, la historia, la militancia en relación al género y, sobre todo, la recuperación de la experiencia revolucionaria. Se detuvo, además, en la escritura como experiencia y la transformación que implicó el desarrollo del libro: “no sé si hubo una transformación como escritora, pero sí como individuo, como sujeto político. Aprendí cosas mías y de los otros, y empecé a descubrir muchas continuidades políticas en Argentina. De ninguna manera quiero transmitir la idea de que yo puedo haber sufrido absolutamente nada, pero hay un nivel de experiencia y de implicatura que para mí siempre está, está en todos los libros que escribo”. 

El germen de la memoria

El intento de rastrear el origen de Quemar el cielo llevó a Dimópulos a recordar los años que vivió en Alemania, entre 1999 y 2005. El principal motivo de aquel viaje fue estudiar alemán para leer a Theodor Adorno y a Walter Benjamin – autores que ha traducido, entre muchos otros-, y volver a Argentina con un doctorado en filosofía. Comenzó a cursar en la Universidad de Heidelberg, pero luego abandonó, con su definitivo alejamiento de la “vida académica”. “Inmediatamente que me puse en contacto con la cultura alemana, lo primero que me interesó fue todo lo que había alrededor de la segunda guerra mundial, también por Benjamin y por la Escuela de Frankfurt. Apenas entré al mundo alemán estaba muy atenta a cómo se construye la memoria sobre Alemania o cómo se fue construyendo, que no es nada obvio porque fue un proceso”, explicó. Fue en ese contexto de memoria cuando se interesó por la historia de la militancia revolucionaria de los sesenta y setenta en Argentina. “Lo primero que hice fue leer La voluntad entera – los tres tomos escritos por Eduardo Anguita y Martín Caparrós -. Me senté, la saqué de la biblioteca y la leí. Me lo propuse casi como una forma de educación sentimental-política: ‘ésto yo lo tengo que tener leído’. Ése fue el germen, porque quedé fascinada con ese proyecto de Anguita y Caparrós”.

El segundo momento ocurrió en torno a 2015, aunque “no podría explicar exactamente por qué”, aclaró. “Probablemente porque tengo amigos con padres y/o madres detenidos-desaparecidos, y supongo que también por el tema de los juicios y todo ese proceso que hicimos como sociedad. Era mucho menos una pregunta literaria que una pregunta más de orden especulativo, que es el modo en que también pienso, porque también me dedico a la filosofía, escribo ensayos- como Carrusel Benjamin, publicado en 2017-. De alguna manera el primer momento de decisión fue preguntarme: ¿esto en que tipo de texto se va a transformar? Para mí siempre fue muy claro que tenía que ser un texto de ficción narrativa”.  En ese momento tenía tres novelas publicadas: Anís, en 2008; Cada despedida, en 2010; y Pendiente, en 2013. 

¿Cómo escribir una novela sobre un tema del que se ha escrito tanto, ya se trate de obras de ficción o no-ficción, y también películas y documentales? La decisión de escribirla suscitó para Dimópulos, en principio, tres dificultades, que recién después de haber terminado el libro pudo distinguir con nitidez. La primera fue “no sentirme autorizada a hablar del tema porque no pertenezco directamente a los herederos de esa represión”, lo cual “me dejaba afuera del primer género natural que nosotros conocemos, el género de las memorias de los hijos, de los sobrinos, de la generación que fue inmediatamente heredera de la experiencia revolucionaria en Argentina”. La segunda dificultad tenía que ver con “el género más clásico, el de la gente que fue protagonista directa de esa generación”, “caminos que tienen que ver con la experiencia directa”. La tercera opción era “la novela histórica objetiva: ‘Vamos a tomar este momento de la historia y vamos a contarlo’, como si se pudiera, como si esto pudiera ser de alguna manera una narración en tercera persona. Para mí eso también era imposible”. 

Las tres imposibilidades, de manera más o menos consciente, determinaron que Dimópulos se inclinara por un formato “en el que conviven la primera y la tercera persona, y que esa primera persona que está en busca de ese relato en tercera, que sería el relato objetivo de los hechos, está problematizando todo el tiempo la reconstrucción en tercera persona”. Hay otro elemento fundamental en la obra: la propia búsqueda. “Hablando con un amigo cuya mamá está desaparecida, y a la vista de todas las cosas que ya se habían hecho sobre este tema y que resultan fundamentales para nuestra identidad cultural y política, me dijo: ‘no podés no incluir la búsqueda que estás haciendo’. Él ya sabía que yo había empezado a hacer entrevistas, a reunir material de archivo y lecturas, a ver películas”. 

Así quedó configurada la forma de la novela: Monique – la primera persona de la narración-, de 54 años, intenta recomponer la historia de Lila – la tercera persona- a través de citas con ex compañeros de militancia, historiadores, archivistas, familiares y hasta genocidas. El derrotero de esa búsqueda errante deriva en una transformación personal, en un cambio de mirada político y de sensibilidad en la protagonista.

 La experiencia militante

“A mí me interesaba la experiencia de la militancia y no tanto la experiencia de la represión. Eso lo tuve claro desde el primer momento. Por eso el libro empieza en el ’69 y termina en el ’76. Hay momentos de represión porque la represión existió antes y en diversas formas. Eso también me sirvió, porque al trabajar con archivos, leer diarios, libros de historia, realmente centrados en ese período y las revistas de militancia – El combatiente, Estrella Roja y otras –, te das cuenta hasta qué punto la represión estaba en marcha antes del ’76 y antes de la Triple A también”, apuntó Dimópulos. El acceso al material de archivo específico lo enfocó desde una perspectiva crítica y al mismo tiempo inocente: “a mí, espíritu crítico me sobra por la Escuela de Frankfurt, pero a la vez, para escribir una novela la inocencia o la ingenuidad tienen que jugar un papel, porque sino nunca se llega a ningún tipo de capa experiencial”.

El trabajo de investigación, según la autora, implicó una apertura a elementos de la historia que a priori no había contemplado, como le ocurrió con la reconstrucción de la toma de la Facultad de Filosofía y Letras de junio de 1969. “Cuando fui a reconstruir la toma me encontré con que en esas semanas, que habían sido muy convulsionadas en muchas universidades del país, todas las manifestaciones estaban relacionadas con la llegada a Argentina de Nelson Rockefeller – gobernador de Nueva York – y la muerte de Emilio Jáuregui – militante de Vanguardia Comunista-. Realmente me di cuenta de que ahí había como una especie de núcleo, en el sentido en que Benjamin piensa la historia; una imagen dialéctica… con la idea de que hay un centro en el que se condensan una serie de contradicciones”. 

Muchas de esas escenas históricas están reconstruidas en la novela y en algunas ocasiones con la inclusión del material del archivo en el texto, como ocurre con la lectura de un escrito en el funeral de Jáuregui o con una entrevista de Paco Urondo a dos sobrevivientes de la masacre de Trelew, en agosto del ’72, publicada originalmente en La Patria Fusilada. “Está metido dentro de las escenas sin comillas ni nada. Es una técnica en realidad muy antigua para nosotros, Cortázar ya lo hizo y supongo que muchos otros. De hecho, fui a mirar el libro Paralelo 42, de John Dos Passos, que fue uno de los primeros que, en los años treinta, empezó a meter directamente noticias y otros textos, sin solución de continuidad. Es un recurso antiguo, muy de la vanguardia de esa época”. El problema de esta apuesta estaba en la escritura, en cómo no romper la coherencia del lenguaje. “Lo fui resolviendo en cada momento en formas distintas. Un personaje lee y puse lo que lee; lo puse directamente adentro de la escena. Traté de hacer algo dinámico con todo ese material, para que no rompiera el tono. Siempre está al borde. En ese sentido es un libro tenso. Yo escribo así, todos mis libros son así”, señaló.

Para la autora, la dificultad técnica fundamental radicaba en que la lengua de los años setenta es una lengua “vencida”. “Soy lectora de Marx, así que para mí hablar de fuerzas de producción o de lucha de clases no es algo que esté vencido. No me refiero a la posthistoria ni nada de eso. Pero sí estética y casi diría estratégicamente; es una lengua que no se puede usar sin ningún filtro, porque para mi generación hay ciertos discursos -como los discursos revolucionarios de los setenta- que ya no se pueden leer más. Concretamente si alguien se pone a leer El Combatiente o Estrella Roja y a la línea diez es difícil que sostenga la lectura. No hay comprensión empática con esos discursos. Es terrible. Es un fracaso de esa enunciación porque es la lengua en la que está dicho ese discurso la que está vencida. Creo que lo que esa lengua tenía para decir no está vencido, hay que conseguir otra lengua para decirlo, pero el reclamo es completamente válido.”, explicó. Así, la construcción novelística en Quemar el cielo, “fue una forma de resolver ese problema, que para la novela era puramente técnico. La escritura fue el resultado de esa tensión”.

La novela familiar

La socióloga Elizabeth Jelin en su libro La lucha por el pasado, destaca que durante la dictadura al estar obturadas y reprimidas todas las posibilidades de organización política – partidos, sindicatos y cualquier intento de construcción colectiva -, fue la familia el núcleo de la resistencia: de ahí la aparición de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, y después las organizaciones como HIJOS. En Quemar el cielo, Monique accede a la historia de la represión como consecuencia de la búsqueda de su prima. Su familia -y por añadidura la familia de Lila- está marcada por las ambivalencias de muchas familias de militantes: hay empatía, pero también ocultamiento y negación. “Monique pertenece a una generación que durante la dictadura eran niños. Muy castigada a nivel ideológico, muy silenciada. Compleja. Su personaje de alguna manera encarna todas las contradicciones de esa generación que fue testigo, pero eran chicos, que convivió con el silencio y los ocultamientos que existieron en las familias. También la contradicción de que Lila era más grande, pero que ahora es más chica. Y también está la cuestión del niño, del recién nacido. Uno en el caso de Teresa -la madre de Monique- que tiene un bebé, que era también una forma de acercarla a Lila en sus primeros años de militancia, y otro el caso de la maternidad de Lila”.

Aparece aquí otra arista de la novela de Dimópulos, la experiencia de las mujeres militantes, “que tenían que llevar adelante un embarazo y una crianza en condiciones muy complejas, y ni hablar cuando llegó el momento de la represión”. Para abordar este tema, sus fuentes dentro de la investigación fueron el libro Jardines del cielo, de Pola Augier, y la historia de una entrevistada que fue apresada cuando recién comenzaba su embarazo. Toda la novela mantiene la misma rigurosidad en relación al archivo: “En el libro ninguna escena está inventada. Prácticamente todo está sacado -y muy mezclado- de documentos. Trabajé con una pretensión de verosimilitud alta. Yo lo necesitaba, lo necesitaba como habilitación, no sabía cuál era el borde de la verosimilitud”.

 “A mí me interesaba la experiencia de la militancia y no tanto la experiencia de la represión. Eso lo tuve claro desde el primer momento. Por eso el libro empieza en el ’69 y termina en el ’76”.

Mariana Dimópulos

Escritora

La familia aparece en la novela como parte de “un sistema de ocultamiento, que es el lado represivo o menos colaborativo de la familia en pos de la verdad”. Dimópulos sistematizó una tríada que operaba en el mismo sentido. “El Estado represor que impone el silencio, ‘el silencio es salud’; la familia como sistema de ocultamiento para su propia supervivencia, la familia de derecha – en términos de lo que Silvia Schwarzböck conceptualiza como “la vida de derecha” de la postdictadura, en su libro Los espantos, que forma parte de la bibliografía de la novela -; y el yo como una instancia también de anulación, de autorepresión y de autoengaño. Se pelea contra esas tres instancias clásicas: las instituciones, las familias y los sujetos”.

Por otra parte, en la apuesta de Dimópulos hay un “anclaje fenomenológico” o “experiencial”, que pare ella es sumamente importante, ya que “tenía que ser un libro de historia y de política, pero también era un libro de experiencia. El personaje que buscaba tenía que estar sumergido en contradicciones, porque la historia no se resuelve desde un enunciado objetivo. En la novela lo exploté en estas contradicciones que tiene la que está buscando esa historia. ¿Por qué? Porque es Benjamin, porque son los problemas de la historia reciente, porque es el yo que participó y no participó del pasado”. 

La experiencia de escribir

En Quemar el cielo, Dimópulos puso en juego una técnica de trabajo distinta a la que utilizó en sus otras novelas. “Los otros libros fueron en general mucho más introspectivos. Inventé un modo de trabajar y lo hice con intuición, sabiendo que había que ir como caminando en la luna, con muchos cuidados”. El principal desafío, que finalmente resolvió “en términos de escritura, con el trabajo del libro”, tuvo que ver con “una experiencia mía del entendimiento de ese proceso histórico, y el entendimiento que le debo en particular a una entrevistada, que fue quien me hizo ver hasta qué punto esa experiencia tenía que ver con un contexto mundial: con Cuba, con el guevarismo, con Vietnam, con las luchas de descolonización. Pensar la lucha armada, la revolución, solamente es posible en este tipo de contexto». 

Más allá del vasto trabajo de lectura que implicó la investigación, la autora destacó que logró una comprensión cabal de la época y de la experiencia militante “solamente hablando con estas personas”. “Estoy convencida, cuanto más pienso en la dificultad para nuestra generación, cómo argentinos, de entender la militancia político-revolucionaria en los sesenta y setenta, tanto más creo que se necesita verlo en un contexto internacional. También con las limitaciones que ese proyecto revolucionario tuvo. Eso es otra cosa que también charlé con otros militantes del PRT-ERP. Que hayan perdido no quiere decir que la revolución no haya existido, y que fue un fenómeno de masas en algún momento, durante un período relativamente corto, pero ese período existió”.

Notas relacionadas

LA VIDA EN

Entrevista a Gastón Quagliariello, autor del libro La atajada: la jugada...

Leer más