sábado 27 abril, 2024

LA TRAICIÓN COMO OFICIO

En la última edición de la Feria de Editores, sus organizadores decidieron publicar una antología en torno a la temática de la traición para regalarles a los visitantes de la FED. Doce autores y autoras escribieron los capítulos de un libro ecléctico que va desde el ensayo hasta la autoficción. Para explorar las traiciones en los oficios de las letras y la historia del sentido con el que se dotó a la palabra, Fixiones conversó con Javier Sinay, uno de los autores de la antología, con la traductora Eleonora González Capria y la editora Afri Aspeleiter (Concreto Editorial); además de Víctor Malumián (Ediciones Godot), organizador e impulsor de este libro para la FED.

 

Por: Malena Costamagna Demare l Fotos: Lucas Rodrigues Da Cruz, Revista Anfibia, Gustavo Raña y Red/Acción

 

Una casilla abarrotada, un mail nuevo que salta en negrita. El asunto: “Traición”. Del otro lado la respuesta inmediata es el miedo y después, la aceptación. Víctor Malumián de Ediciones Godot y organizador de la Feria de Editores (FED), reconstruye con Fixiones el efecto de la palabra en los escritores que seleccionaron para la antología. Es un libro pequeño, del tamaño de una mano. Lo publicó la FED en su última edición y fue regalado en el largo pasillo que conducía a los visitantes hacia la Feria. En la portada aparece una breve definición y abajo, en letras naranjas, la lista de quienes construyeron un recorrido alrededor de la temática. Son doce, como los apóstoles. “El requisito previo a la traición siempre es un vínculo de confianza”, escribe Violeta Gorodischer en su capítulo, y basta una traición para perder por completo la fe, le responde Nicolás Artusi en el suyo. 

 

Escribir es ponerse la piel de Judas y lucir su traición sabiendo que es tan natural para la escritura como la desnudez. Ensayo, ficción, hibridez y mucha primera persona. El oficio de la palabra se erige en terreno pedregoso, sobre ese campo se interroga la revista. Para Javier Sinay, otro de los autores, el periodismo está inclinado del lado de la ambigüedad; en la traducción Eleonora González Capria, fuera del libro pero inclinada a la misma tensión fruto del oficio, se pregunta: “¿Qué es ser fiel a un texto? La respuesta es histórica”. El miedo a la falla aparece hasta en los sueños, como una carga insoportable para trabajadoras del mundo de la edición como Afri Aspeleiter. La mezcla de sus tres voces –la trinidad, podría decirse en esta línea– y otro tanto de textos, complementan un debate que inicia con un libro pero que sin duda, lo excede. 

 
El verbo y la carne

Los traidores hacen la historia. A veces la escriben, otras condenan números a la mala suerte, minan los cotidianos y los títulos de obras literarias. Pero además, los primeros traidores han construido la historia de su propia naturaleza. A Judas, como escribe Artusi en el primer texto del libro, no se lo recuerda por haberse ahorcado después de entregar a Jesús frente a los jueces del Sanedrín, sino por haber traicionado a un amigo. “El traidor en su oficio exige que haya un vínculo previo con el traicionado, que sea un amigo al que se falla: la traición hace del caso un mundo; provoca la pérdida de confianza en toda la humanidad”, dice Artusi. La mano cercana es la que se vuelve contra la propia con la violencia de un secreto. “La amistad, que Voltaire compara a un templo, es el único lazo al que entramos con absoluta libertad en la vida, el único que no implica una transacción comercial solapada. A diferencia de la familia y del matrimonio, a los amigos no nos atan ni la obligación ni la culpa, por eso me parece el ámbito más doloroso para la traición”, escribe Betina González.

 

"Traición" en la FED, obsequio para los vistantes. Foto: Lucas Rodrigues Da Cruz

 

Del latín traditio -ōnis, tradición significa entregar. El camino lleva a la palabra porque la etimología es una foto de la historia que guarda el lenguaje. Una letra separa la traición de la tradición; traidor es “el que entrega” y tradición “lo dado” o “lo entregado”. González forma un triángulo en la relación de poder que toda traición implica: el ofendido, el entregado y el entregador, uno en cada punta. Javier Sinay retrocede al latín de los romanos y explica que la lengua se dividía entre la que hablaba el pueblo y la de los intelectuales. Ambas palabras implican entrega, la diferencia está en qué se entrega. Mientras que los estudiosos mantenían viva la tradición de usos y costumbres oficiales entregándola a las generaciones venideras, el vulgo se encargaba de transmitir lo que los primeros prohibían. 

 

El sentido del verbo está en el desacato a la norma, a la autoridad o a un principio tan sagrado como el de la amistad. “El requisito previo a la traición siempre es un vínculo de confianza”, escribe Violeta Gorodischer, “un código implícito (o no tanto) que una de las partes decide romper”. Es la tensión moral implícita en el momento de decisión.

No existe un modo de traducir sin transformar.

 

El periodismo es un oficio que se presta a la ambigüedad.

Detrás del traductor como traidor hay una idea de lo intraducible. Si eso fuera cierto, ¿por qué nos dedicaríamos a esto? Seríamos infnitamente masoquistas.

Aunque también puede verse como un malentendido. Javier Sinay tiene un fuerte resfrío, habla despacio para no forzar la garganta. Recuerda a Josefina Licitra advirtiendo que “todo el que traiciona a la vez es fuertemente leal a otros principios”. El escritor quería mantener la temperatura, la forma y el sabor de un texto literario pero con recursos de su oficio como periodista. Un día posteó en su instagram una caja preguntándoles qué significaba la traición a sus seguidores. Usó sus respuestas sin exhibirlas, como piezas indisolubles de un mismo texto. ¿Esa operación no constituye también una traición del ejercicio periodístico? Sinay arquea los labios y responde rápido: “sin dudas”. 

 

El método de las redes sociales lo aprendió en RedAcción y lo llama “periodismo de soluciones” o lo que es lo mismo, contar un problema a través de alguien que está intentando solucionarlo. El protagonista de su historia es Frederic Luskin, un hombre de mirada fatigada y sonrisa breve que ha dedicado su vida a ayudar a víctimas de infidelidades, alcoholismo y maltrato en varias universidades de Estados Unidos. La condena a los traidores, como narra Carla Milandi en un relato poco antes del de Sinay, es no dormir jamás. Una sentencia feroz como la que empujó a Judas hacia una muerte que todavía es un debate bíblico, atándose el cuello a una rama de un árbol del impacto o muriendo del impacto con unas rocas cuando la soga se corta. El suicidio en la traición es el síntoma de no poder soportar la falta: el punto cúlmine del arrepentimiento justo antes de toparse con el perdón. Sinay entonces se remonta a Japón donde “el honor es una cosa muy seria que se paga con la vida y con la muerte”. En la época imperial, en Japón podían condenarte a que te suicides. Para los samuráis, tenía mayor valor quitarse uno mismo la vida antes que alguien más. El castigo a la traición enloquece, “carga insoportable de culpa y terror” (dixit Milandi). Por eso Sinay se interesa por el después y encuentra, como predica Luskin, una cura en el acto del perdonar. “No es culpa del traidor que no seas hábil para superar una traición”, escribe, quizás duramente, en el último párrafo. 

 

Javier Sinay, periodista y escritor. Foto: Revista Anfibia

 

La voz del periodista suena arenosa cuando cuenta una de las historias que aparecen en su capítulo. Brian Jones tenía el pelo parecido al de Carlitos Balá pero rubio y más largo, un casco espeso típico de los sesenta. Fue la primera estrella de los Rolling Stones. Aunque el brillo no le sirvió de nada cuando su novia, Anita Pallenberg, se enamoró de Keith Richards en un viaje a Marruecos al que Jones no fue porque se enfermó en el camino. La escena de 1967, cuenta Sinay, pudo marcar el inicio de un pozo oscuro al Jones entraría y del que saldría dos años después, en Sussex, flotando inerte en la pileta de su casa. Aparece un rasgo importante de la traición: la ambigüedad. Keith Richards y Pallenberg estuvieron juntos trece años y tuvieron tres hijos. “Es raro, ¿fue una traición, fue inevitable? ¿Fue que realmente los que tenían que estar eran ellos dos?”, se pregunta. La traición es la otra cara de la verdad, escribe, y confiesa, esa frase la dejó el periodista Santiago O’Donnell en la caja de preguntas.

 
Traduttore, transformatore

Algo de ese carácter inevitable aparece en el discurso de Eleonora González Capria. Gran parte del libro que editó la FED se ocupa del adagio traduttore, tradittore. Cuando habla con Fixiones, González Capria es contundente: ella no está de acuerdo. Un gato gris pasea por su mesa mientras la escritora y traductora explica por qué. En su mirada calma, marrón, hay firmeza. “Detrás del traductor como traidor hay una idea de lo intraducible”, dice. González Capria siempre le pregunta a sus alumnos en sus clases: “si eso fuera cierto, ¿por qué nos dedicamos a esto? Seríamos infinitamente masoquistas”. 

 

Alejándose del antiguo rezo que ha condenado a una culpa imposible a los traductores, ella corre la traición a un lado y emparenta la traducción con la transformación. Otra vez, el camino de las palabras trae la maravilla. Traducción, traición, tradición y transformación comparten el prefijo trans (de un lado a otro) pero la última de las palabras suma dos componentes: la forma y la acción, el efecto de transformación. “No existe un modo de traducir sin transformar”, dice González Capria. Si una palabra estuviera hecha de materia y pudiera moverse de un lado a otro, su forma mutaría; el traductor es la guía (ducere, guiar) a través del movimiento en ese nuevo lenguaje. 

La culpa y el castigo, elementos constitutivos de la traición –“el castigo enloquece y transforma sus triunfos en una carga insoportable de culpa y terror”, escribe Maliandi–, se promulgan como lección moral. Sobre la espalda a veces González Capria carga algo similar. La sacralización del texto original, así lo llama; “nos vemos en ese lugar de herejes, rompiendo la unión sagrada entre letra y sonido”. Es cierto: hay una pérdida real que se da en grados. Pero no es solo eso, González Capria llama a repensar en lo que se gana a través de la transformación: “pensemos cómo sería el mundo si no hubiera traductores. Sería mucho más triste”. 

 

Eleonora González Capria, traductora y escritora. Foto: Gustavo Raña
 
Un mundo de traiciones y pequeñas victorias

Una chica de pelo negro, menuda, de rasgos muy finos, se para frente a una librería. Afina la vista y ve en el escaparate un libro de Tali Goldman publicado en una editorial que no es la suya. Entonces viene el grito profundo: ¡No me contó! La traición persigue a Afri Aspeleiter hasta en los sueños. Es el peso de otro oficio que como la traducción, trabaja sobre la materia del lenguaje. La editora de Concreto tampoco puede evitar la transformación del texto en pos de su criterio editorial. Si la idea de traición está sedimentada en un código, un lenguaje, el sensor que marca para Aspeleiter el triunfo de su dirección es el vínculo, el retorno de las autoras. Le gusta la idea de casa editorial, que una editora -como sucede también con las traductoras- se convierta en la editora de tal autora, que ellas puedan construir su identidad en un espacio que las acompañe en ese proceso. “Siempre quiero que las autoras vuelvan, por eso las repito”, dice. Sobre su mesa en la FED, descansan Beso a las flores antes de tirarlas, ¿Qué es la ternura? y Mientras te llamo diseño mi tumba de la poeta Flavia Calise y por supuesto Larga distancia, antología de Tali Goldman, entre otros títulos.

 

La lengua se compra y se vende, escribe Tabarovsky en un ensayo dividido en cuatro escenarios donde la traición en las traducciones se vuelve improbable, inasible. Edición y traducción comparten mundo. Un fenómeno similar les sucede a González Capria y a Aspeleiter. El “capricho lector” que encendió la chispa de Concreto está cada vez más arrinconado. La libertad de catálogo, una de las victorias más grandes para las pequeñas y medianas editoriales, se aprieta contra las cuerdas del mercado. Es lo que hace que ambos Aspeleiter, en conversación con Fixiones, y Tabarovsky, en el libro de la FED, critiquen la pretensión de las editoriales como “independientes”.

 

Si la dominación territorial se ejerce a través de esas grandes traducciones que llegan a nuestras costas, son las editoriales locales las que mantienen viva la inflexión rioplatense en la traducción. “Estoy entre muchas demandas”, desliza González Capria, “la del original y la del editor, en qué castellano espera que lo exprese. No elijo si pongo ‘pollera’ o ‘falda’, está decidido de antemano o aparece en una conversación, las editoriales tienen lineamientos propios”. 

 

Afri Aspeleiter, editora de la editorial Concreto. Foto: Red/Acción

 

En un movimiento inevitable, la demanda ajena traiciona la propia. Son las reglas de este juego y aunque los límites sean difusos, a veces se siente ventrílocua, sabe que la editorial interfiere en su voz. “Es una negociación”, dice González Capria, una operación constitutiva del oficio. Aún así, lo confiesa: a veces siente que en ese ejercicio de hablar y ser hablada -traducir es dejarse convencer, dice Tabarovsky- hay pequeñas traiciones.

 

En el polo opuesto está el código, una especie de sensor que se activa para evitar las transgresiones propias. En otra ligazón interminable, Sinay diferencia las traiciones en el oficio entre las de buena y mala fe. Recuerda una entrevista que le hizo Página 12 hace algunos años que se titulaba algo así como “Tengo una colección de ambigüedades”. El periodismo, dice, es un oficio que se presta a la ambigüedad. La persona a la que se entrevista siempre espera algo del periodista y ese algo, no solo es oscuro, sino que a veces no se logra por fuerzas editoriales parecidas a las que operan en los mundos que habitan González Capria y Aspeleiter. Aunque la nota que le hicieron en el 2017 no lleva exactamente el título que él recuerda, pero casi: “Tengo una colección de dilemas morales”

 

Para la traductora lo que activa el sensor es el respeto. Una buena traducción se ejecuta parecido a como se monta a caballo. Primero se anda desconfiado, mirando mucho el original. De a poco se va soltando la rienda, el cuerpo propio acompaña el ajeno y se deja convencer, como diría Tabarovsky. El último paso es traer la rienda y volver al original para ver si en ese momento de creatividad esencial al oficio, no se les fue la mano. “¿Qué es ser fiel a un texto? La respuesta es histórica”, señala González Capria. 

 

El stand de Concreto Editorial en la FED. Foto: Lucas Rodriguez Da Cruz
 
Torcer el camino

“Caí”, la palabra sale de la boca de Aspeleiter como todas las demás, “no puedo publicar todo lo que me gustaría”. La ubicuidad de la idea cuando se hace carne está condenada a lo humano; el error y la inevitable caída de la idea en materia. Borges así lo escribía a través de Nils Runeberg, el personaje de Las tres versiones de Judas: “El verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, / de la dicha sin límites a la mutación y a la muerte. Para corresponder a tal sacrificio era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno”. 

 

El tema de la traición es vasto, infinito, porque es el quiebre que nos constituye. ¿Acaso Judas no fue el más humano de nosotros? El texto inaugural de Artusi dice “la piel de Judas no tiene escamas” y se explica en torno al final: “el traidor luce en lo epidérmico como cualquier otro hombre. Es básicamente humano: en su constitución está la falla como pecado matricial, la herencia de Eva, una dolencia de carácter que no se extiende a otras especies”. La traición y la palabra tienen un matrimonio largo lleno de huecos. El error más grande para un autor es terminar de escribir un libro, decía Thomas Bernhard. Escribir no es voluntario, dirá Edgardo Scott, otro traductor que González Capria menciona, autor de uno de los capítulos del libro de la FED, “la escritura nos traiciona, debe hacerlo. Nos estafa para que funcione de verdad”. 

 

Rastrear la traición, eso hacen los textos que construyen este libro. El camino es errante, incierto y lleva muchas veces al principio del mundo. Un narrador omnisciente que dice “Al principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra no tenía forma; las tinieblas cubrían el abismo. Y el soplo de Dios se movía sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: –Que exista la luz”. En el Génesis la palabra abre el cielo y hace al ángel más bello: Lucifer. No es Judas el primer traidor, sino el ángel que cayó castigado a la tierra por querer tomar el lugar de Dios y se convirtió en el emblema para los pecados de toda la humanidad. Después se hizo serpiente y tentó a Eva con una manzana reluciente. Para siempre fuera del paraíso, para siempre condenada Eva y su feminidad por traicionar a Dios y tentar al hombre. 

 

“Hay algo aberrante en que el demonio pueda hablar, en que tenga voz. Es que si hablara, si oyéramos su descargo, nos entraríamos del reverso de la historia, algo de lo más inconveniente para Dios. Basta un giro de la rueda de la fortuna para que el traidor se convierta en héroe, como lo escribió en varias oportunidades Borges”

“Tal vez mi ‘traición narrativa’ sea el costo que debo pagar para contar una historia que, de otra forma, desaparecerá para siempre del mundo”.

“La traición es sustancial a toda ética”, escribe Scott. Es cierto pero en el Génesis hay algo más: es Lucifer el que inaugura la maldad y al final es esa maldad la que hace aparecer otro camino. La Biblia propone un origen, pero el hecho no es dónde empezó sino qué es esa carne que de tan humana está hueca. En la obra de Roberto Arlt, como alumbra Scott, la traición es liberación: “ser a través del crimen”.

 

Palabra y traición se vuelven uno solo, como en los cuentos de Borges un hombre es todos los hombres. “Traidor y traicionado parecen una figura inseparable”, escribe Gusmán. ¿Habrá nacido la traición cuando apareció el lenguaje? El verbo es tan antiguo como las palabras quizás por algo de esa naturaleza que mina las teorías del lenguaje: la sustancia esquiva de la humanidad que halla en la enunciación una cosa imperfecta. La muerte de la experiencia o la belleza de lo muerto, como diría Gilles Deleuze. 

 

Betina González también roza la idea y pone el ojo sobre aquellos cuya historia no se contó: la de los traidores. El mal es agente del bien, por eso su sacrificio es condigno. Y el bien, ¿no es también agente del mal? Aunque Malumián no lo haya pensado como debate, el libro sí lo ha suscitado. Es una disputa de lenguajes, de oficios, de códigos; muy atinado para una sociedad de la información. 

 

Vuelve otro libro que asedia la antología. En La divina comedia, Lucifer es un monstruo-murciélago de tres cabezas que mastica con cada una de sus bocas a Judas, a Casio y Bruto, los traidores que llevaron a la caída del Imperio Romano, por toda la eternidad. Mastica y paga con su silencio. Pero González advierte: “Hay algo aberrante en que el demonio pueda hablar, en que tenga voz. Es que si hablara, si oyéramos su descargo, nos entraríamos del reverso de la historia, algo de lo más inconveniente para Dios. Basta un giro de la rueda de la fortuna para que el traidor se convierta en héroe, como lo escribió en varias oportunidades Borges”. 

 

La falta está en nuestra constitución, como lo ha dicho mil veces el psicoanálisis. La Biblia la ha llamado pecado pero también predicó el perdón para todo aquel que se arrepiente. Por eso nunca perdonó a Lucifer, quien hizo de su vida causa de venganza. Pero sin falta no hay posibilidad y para nacer cualquier cosa, habrá que traicionar la ubicuidad de la imaginación. En el periodismo, la traducción y la edición, no es posible ejercer el trabajo sobre la palabra sin actuar sobre su forma. Para que una idea no muera sola en la eternidad, habrá que hacer el sacrificio -inevitable- de elegir una de las sendas y arriesgarse a perder la otra. Le sucede a Gorodischer cuando se pregunta cómo contar la memoria de su familia sin traicionarla. Lo reconoce: “tal vez mi ‘traición narrativa’ sea el costo que debo pagar para contar una historia que, de otra forma, desaparecerá para siempre del mundo”.

 

"Traición", editado por la FED. Foto: Lucas Rodrígues Da Cruz

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