miércoles 8 mayo, 2024

LA MORAL DE LO ABYECTO

En conversación con Fixiones el escritor Martín Kohan habló sobre su última novela, Confesión, una narración fascinante que tiene como centro a la figura de Jorge Rafael Videla. El autor explicó cómo fue el proceso de escritura, en la que apostó a imprimir un ritmo más acelerado al que acostumbra en una de sus tres partes; reflexionó sobre el tema de la moral como uno de los ejes que hilvana varias de sus novelas y acerca de cómo la literatura puede interrogar a la política al “dislocar los órdenes de sentido coagulados”.

Por: Juan Funes y Luciano De Angelis  |  Foto portada: María Teresa Slanzi

 

Martín Kohan encara los procesos de escritura de manera similar al modo en que camina en ciudades desconocidas. «Siempre sé dónde estoy: porque ya miré el mapa, porque miré la zona, porque a medida que voy caminando voy prestando atención. Siempre sé: si cruzamos la avenida sé cuál era, sé que el hotel quedó dos cuadras atrás y dos a la izquierda. Siempre sé, porque me gusta saber”, cuenta el escritor en diálogo con Fixiones. Hay personas, aclara, que disfrutan de lo exactamente opuesto: “les da placer largarse a caminar y perderse, un placer que pueden permitirse sobre todo en una ciudad que no conocen. Es una idea de (Walter) Benjamin: aprender a perderse en una ciudad, y la ciudad desconocida te invita a perderte. A mí esa invitación no me tienta en absoluto, solo me produce mortificación y angustia”.

Lo mismo le ocurre con la escritura. “No me tienta la idea de largarme a escribir y ver qué pasa, sin tener alguna noción previa. Me gusta largarme sobre lo premeditado, y al mismo tiempo admitir que en la contingencia surgen cosas que no había manera de anticipar y que hay que darles cabida”, cuenta. Para su última novela, Confesión, publicada hace algunas semanas por Anagrama, mantuvo la misma premisa. La estructuró en tres partes: la primera cuenta el despertar sexual de una chica de doce años en el pueblo de Mercedes, fascinada por un joven de 16, llamado Jorge Rafael Videla. La segunda es un relato sobre un intento de atentado contra el dictador en 1977 y la tercera es la conversación entre la chica del principio, ya anciana, con su nieto, en la que lo que se dice y lo que se oculta entra en el mismo juego que la partida de truco que mantienen en un geriátrico.

La intensidad de la novela pasa del plano subjetivo al objetivo, al de los acontecimientos planificados por la militancia revolucionaria; la ciudad, sus periferias, el río de la Plata y los arroyos subterráneos configuran una topología que se articula con una trama marcada por los pliegues de la represión. Con la figura de Videla como eje, Confesión entra en serie con Dos veces junio y Ciencias morales, novelas en las que “la maquinaria del Bien, en el sentido de un Bien escrito con mayúscula, y el gesto de la Moralidad con mayúscula –porque no estoy encontra del bien ni de la ética, pero sí de estas mayúsculas–, que toda esta instrumentación de los dispositivos del Bien son las máquinas de producción del Mal”, afirma Kohan.

 

El punto máximo de la Moralidad

“Padre, he pecado. He pecado, o creo que he pecado, dijo entonces, dice ahora, Mirta López, mi abuela”. Desde las primeras líneas, Confesión se presenta como una novela en donde la vacilación, la ambigüedad y las temporalidades superpuestas van a ser una constante. Es en ese marco que las distintas confesiones moldean la subjetividad de Mirta López, desde que es una chica y se confiesa ante el padre Suñé, hasta ya anciana, con su nieto como único testigo. “En  la primera parte las confesiones no son todas iguales: al principio ella se confiesa porque no sabe lo qué le pasa y quiere ir a ver si está mal; después ya sabe que está mal; después decide regular lo que confiesa y lo que no; más adelante va con la intención de confesar algo y no lo confiesa; luego deja de confesar; y en la última parte no hay voluntad de confesión: la abuela no llama al nieto para contarle lo que alguna vez hizo, es completamente involuntario, es una lucha de ella entre no poder no contarlo y querer no contarlo. La tercera parte está armada sobre ese tironeo”, reflexiona Kohan.

En ese último tramo, la conversación en la que se filtran las confesiones se da mientras abuela y nieto juegan a las cartas en el geriátrico. “El partido de truco me dio herramientas para contar ese personaje, que por una parte está contenta jugando a las cartas con el nieto, y el nieto está contento porque está jugando a las cartas con la abuela, pero ella juega de manera jodida al truco, un juego que de por sí está hecho de maldad, de mentira y de engaño, donde el bueno pierde”, agrega.

Pero la intimidad no se cierne sobre la vida privada del personaje, sino que se articula con un afuera social, con un orden marcado por la represión de la última dictadura. Para Kohan la potencia de la literatura y su relación con la política radica en la posibilidad de poder explorar los distintos planos al mismo tiempo, en una misma narración: “una novela es el género donde esto se puede hacer: jugar con capas o dimensiones de la máxima intimidad, del personaje a solas consigo mismo, un vínculo personal que uno podría decirse: Marita y Biasutto –en Ciencias morales–, o Mirta y el cura Suñé, en Confesión. Ese vínculo tiene la caja de resonancia de una institución: el colegio Nacional de Buenos Aires en un caso como institución del saber, la iglesia como la institución de la culpa y la redención. Y a la vez la dictadura como una caja de resonancia de esas otras cajas de resonancia”, reflexiona. Kohan no admite la definición de “novela de dictadura”, “ porque hace pensar un poco a la dictadura como tema y es lo que pretendo que no suceda en estos textos”.

Videla aparece en la novela como una figura central, pero siempre lejana, distante. La Mirta de doce años lo mira caminar por la calle, desde adentro de su casa, a través de la ventana; es una figura cercana –para ella deseable, causante de un despertar sexual que tarda en comprender– y al mismo tiempo inalcanzable, al igual que lo será para los militantes del PRT–ERP durante la segunda parte de la novela, en el intento de asesinarlo. A lo largo de la obra las valoraciones sobre su figura son un conjunto de adjetivos precisos: impoluto, impecable, firme, rígido, recto. La idea de Kohan es “pensar que todo eso es el motor de la aberración y no lo contrario. Esta figura es la encarnación de lo abyecto en la historia argentina y es también la encarnación de la rigurosidad moral y la idea de que ahí no haya una contradicción, sino una combinación muy oscura, cierto tipo de dispositivo que se activa en la certeza de decir ‘el Bien soy yo’ y produce las peores depravaciones”, afirma Kohan.

Este juego entre el Bien, el Mal y la Moralidad fue abordado por el autor en varias novelas, pero encuentra su máxima expresión en Confesión, a través de la figura paradigmática de Videla. “Esa conexión, que creo que en lo que yo escribo se termina acá, estaba ya en Dos veces junio, en el médico que fiscaliza las sesiones de tortura, pero al mismo tiempo era un tipo que estaba todo el tiempo sermoneando y predicando valores, y deberes y  rectitudes;  también en Ciencias Morales, en la figura de la preceptora, Marita; y también en Fuera de Lugar, con estos personajes que hacen cosas terribles con los chicos y sienten que son irreporchables”, sostiene Kohan, y agrega: “cuando toco a Videla, toco el punto máximo de esto y creo que ya está, porque era eso lo que yo quería indagar: de qué manera hay un punto en el que el bien y el mal no se contradicen. Videla encarnaba una idea de la moral sin fisuras y a la vez era efectivamente responsable de las peores aberraciones sin mancharse las manos. Y se hizo responsable él mismo, no es que nosotros lo responsabilizamos: él se hizo responsable. Conjuga lo peor en nombre del Bien de una manera tremenda”.

 

Interrogar a la política desde la literatura

Al mismo tiempo, Confesión se inscribe en otra serie de novelas en las que Kohan explora la relación entre historia, política y literatura, siempre bajo la misma premisa: que la literatura no quede supeditada. “Existen algunas tradiciones en las que hay una cierta subordinación de la literatura a los hechos políticos que se quiere narrar o a las ideas políticas que se quiere esgrimir. Sobre todo en las tradiciones literarias de izquierda, en la literatura puesta al servicio de una dicotomía de la que conviene zafarse, pero que tuvo mucho peso”, explica. Del “otro lado”, marca la concepción de la literatura “tipo torre de marfil” y “arte por el arte”, “la literatura por sí misma, y de las palabras por sí mismas”, o la idea de que toda novela es política porque el lenguaje en sí es político: “sobre la premisa de que todo lenguaje es político, entonces toda la literatura tiene este lenguaje, toda la literatura es política y yo a la vez busco una relación particular de una literatura política, no los términos generales de que la lengua es política y por lo tanto todo texto lo es”, comenta.

La apuesta de Kohan es, en términos dialécticos, “superar esas contradicciones”, desde una perspectiva en la cual “la literatura pueda encontrar una potencia política justamente en esa especificidad: la de sus formas y la de su lenguaje”. “Pensar una relación, una articulación de literatura y política, donde la literatura no sea meramente el soporte narrativo, el soporte ficcional de un núcleo de sentido o de un núcleo de verdad que estaría previamente definido por la política”, desarrolla. Existe, para él, “un modo de decir lo político en la literatura y un modo de narrar lo político en la literatura que, si se dice y se narra a partir de la especificidad literaria y no a pesar de ella, enfatizando la especificidad en la literatura y no sintiéndola como un factor de despolitización, aparece una modulación de lo político distinto”.

Todos estos elementos se ponen en juego en Confesión, al igual que en novelas como El informe (1997) y Los cautivos (2000), que buscan interrogar acontecimientos históricos -con la carga semántica que implica este adjetivo– desde la literatura. La segunda parte Confesión está narrada a partir de los hechos reales del intento de atentado en Aeroparque en 1977. Pero Kohan advierte que “hay un orden de sentido coagulado o estabilizado alrededor de esos hechos. Eso no implica renunciar a los hechos reales, pero sí implica entablar otra relación con esos hechos reales. En El informe, para mí, más que la batalla de Maipú, que ocurrió, o los prisioneros españoles que fueron traspasados a territorio argentino, que ocurrió, me interesaba mucho más ese orden de sentido que está estabilizado alrededor del significante ‘San Martín’; o en el caso Los cautivos, todo indica que (Esteban) Echeverría escribió El matadero escondido en la estancia Los Talas y se exilió después en Uruguay, pero hay un orden del sentido estabilizado alrededor de la figura del escritor romántico o del poeta fundacional que me interesaba tanto más”.

Se trata, entonces, de interferir en determinados órdenes de sentidos establecidos, desde la literatura: “Ahí es donde la ficción literaria, siempre y cuando se la piense desde su especificidad, puede interferir, perturbar, desacomodar, dislocar esos otros órdenes de sentido. Si se somete a un sentido previo, no. La literatura realista reproduce un sentido previo; una novela histórica que no hace más que reproducir la historia de manera más amena –que es la palabra que suele aparecer en relación con eso–, no hace más que reproducir un orden de sentido ya establecido. Si la literatura traba su relación con la política, pero no en una posición de supeditación, encuentra la posibilidad de interferir ese orden de sentido establecido sobre esos hechos reales. Ese orden de sentido ya establecido en la política, interferirlo, perturbarlo, desviarlo, desestabilizarlo, con el orden de sentido que produce la propia ficción”, explica.

 

El espacio como régimen de visibilidad

En la primera parte de la novela Mirta López se sienta junto a la ventana de su casa en Mercedes para ver pasar a un joven Videla que volvía desde Capital Federal cada fin de semana a visitar a sus padres. Se anima a ir incluso un poco más allá cuando decide ir a la misa del domingo para poder tenerlo más cerca. Pero siempre la chica Mirta López se mueve con la cautela precisa para no ser descubierta (mientras, paralelamente, se descubre a ella misma): “todo está a la vista en ese mundo del pueblo, donde todos se conocen. Excepto algo: esa intimidad del confesionario, la intimidad del personaje dentro de su cuarto. Y ni siquiera diría de su cuarto, sino dentro de su cuerpo. Después todo está a la vista, empezando por Videla, a quien nunca se lo ve si no aparece a la vista en la calle, no aparece de otro modo si no en cuanto a que todo está a la vista y que en el pueblo todo se sabe”, describe el autor. En ese escenario de una ciudad pequeña, a principios de los años cuarenta, todo parece suceder bajo lo que Kohan denomina “la lógica de la murmuración”, y agrega “del chisme en relación a lo que se dice o se sabe y esa escala más chica donde todos se conocen y se ven”.

Los escenarios cambian para la segunda parte de Confesión. Los militantes del PRT-ERP se mueven por la Ciudad de Buenos Aires de finales de los años setenta. Al igual que antes Mirta López, ellos también deben hacerlo de forma sigilosa, sin levantar sospecha. Es ahí donde Martín Kohan reflexiona que existe un contraste: “porque no se trata la segunda parte solo de Buenos Aires, si no de la Buenos Aires subterránea, la que está entubada, por abajo. Entonces efectivamente en la primera parte todo estaría a la vista por definición y en la segunda todo consistiría en sustraerse a la vista”. Kohan reafirma esta lectura cuando agrega que “los militantes no solo buscan pasar desapercibidos si no escabullirse. Pasar desapercibidos en lo propio de estas grandes ciudades que es el anonimato –lo cual es reforzado con la utilización de nombres falsos–, eso que en los pequeños pueblos no hay. A mi me parece desesperante, no hay anonimato”, analiza.

“Pero la manera más enfática de negar el río no consiste en, como se dice, darle la espalda. Hay otra más cabal: ganarle tierra.” Esta y otras narraciones sobre el Río de la Plata aparecen intercaladas en la primera parte de la novela. Lo que en principio parecen fragmentos sueltos se resuelven en el segundo capítulo cuando los militantes bajan al Maldonado y desde ahí buscan llevar adelante el atentado contra Videla. Todo esto tiene que ver con la idea que desarrolla el autor de que “bajo la ciudad hay otra que está olvidada. Esto de que Buenos Aires se vive como si fuese seca y le corre agua por debajo”, explica. Para Kohan la novela le permitió trabajar una doble negación que funcionan como lo no visto: la de ese agua que corre por debajo en forma de arroyo y no es tenida en cuenta, y la del río en la que estos desembocan y al cual se le da la espalda. A la vez esas aguas subterraneas son las que reaparecen cuando llueve y se generan las inundaciones, que como dice Kohan, no son el agua que cae si no “el retorno de lo reprimido: el arroyo que habíamos tapado vuelve a aparecer. En una novela que tiene que ver con la represión, sabemos que sombríamente una parte de la represión contó con esconder, entre comillas, los cuerpos tirándolos al Río de la Plata”, asocia.

Esta reflexión de Kohan, que sirve para entender la relación entre literatura y política que el autor propone, también se relaciona con una búsqueda que se da a lo largo de la obra y que aparece también de manera importante en el final: Mirta López, ya anciana, juega con su nieto al truco en un geriatrico que puede estar en Buenos Aires, en Mercedes, o en cualquier lugar. Como bien explica Kohan allí “no hay voluntad de confesión: la abuela no lo llama para contarle lo que alguna vez hizo, es completamente involuntario”. Mirta ya es grande, muestra cierta ternura, aunque es algo jodida, y habla más desde la impunidad de la vejez que desde la intencionalidad de confesar lo terrible. Su nieto pregunta hasta donde puede, hasta donde se anima, hasta donde lo deja su abuela. Este es (entre tantos otros) el recurso narrativo que Kohan trabaja de manera casi constante durante Confesión para moverse con habilidad entre lo que se dice y lo que no, lo que se sabe y lo que no se sabe, lo que se deja ver y lo que se oculta. 

 

El proceso de escritura

Confesión se desarrolla en casi doscientas páginas y fue escrita por Kohan en poco menos de tres meses. Esta manera de trabajar que repite en varias de sus obras (por ejemplo, Museo de la Revolución le tomó 40 días) no se relaciona con una inspiración ligada a lo intuitivo, a la cual el escritor se opone: “No tiene que ver con el tiempo que lleva y el tiempo que no lleva escribir una novela. El problema del mito romántico de la inspiración es que es falso, digamos. Es falso, excepto que uno sea un genio. Pero los genios que conocemos, por ejemplo Borges, se preparaban muchísimo. Y una figura que para mí es muy relevante: Maradona se quedaba después de los entrenamientos ensayando tiros libres. Todos se iban y él se quedaba, ¡él!, ¡él! Si alguien, uno diría, no precisa practicar, es él. Y el razonamiento es inverso: no solamente que porque practicaba mucho llegó a ser un genio, ¡porque era un genio sabía que tenía que practicar!”, reflexiona. Esa preparación a la que se refiere y que se pone en juego al momento de sentarse a escribir, independientemente del tiempo que lleve terminar cualquier texto, es la continua formación en las lecturas previas, ya sea que sean tomadas en forma directa o indirecta.

Desde esa postura Kohan planifica sus textos en forma previa, los piensa mucho antes de sentarse a escribir: “La escritura no funciona para mí como una especie de laboratorio de pruebas, porque ese laboratorio para mí está en la cabeza, digamos. Primera persona, tercera persona, tonos, registros, lo voy probando mentalmente durante bastante tiempo, entonces cuando me siento a escribir esas pruebas ya están hechas. Quizás por eso me lleva no tanto tiempo”. Igualmente el escritor admite que hay cosas que no tiene manera de preverlas. “Para Confesión estaban planificadas tres partes y al escribir fui viendo que la segunda me quedaba más corta de lo que yo había supuesto. Estirarla habría sido un error garrafal, en el sentido de que le habría quitado tensión narrativa a esa segunda parte. Entonces tuve que reformular la tercera. Ahí está esa combinación de premeditar y a la vez dejarse llevar”, ejemplifica Kohan.

En ese segundo capítulo de la novela, en el que se narra el intento de asesinato de Jorge Rafael Videla por parte de los militantes del PRT–ERP, es donde el autor se encontró con instancias que desafiaron su propio estilo de escritura. Martin Kohan cita a David Viñas para referirse a sus formas como un modo de “caracoleo”, como un ritmo, una cadencia que aparece cuando suelta y deja correr su escritura, la cual en algún punto puede impedirle ser directo en algunos pasajes. “Eso se traduce concretamente en la escena de la escritura, cuando pongo un sustantivo, el sustantivo me pide un adjetivo. Y después otro adjetivo”, explica. Entonces, para lograr que la acción revolucionaria que se dispuso a contar tenga la intensidad de la épica narrativa suficiente, Kohan confiesa: “lo que tuve que hacer, al menos en cierto grado, fue sofocar, como cuando tenés una frazada y se te prende fuego algo, que tiras la frazada encima y pateas, pateas. Eso le hacía yo al montón de palabras que quieren agregarse a lo que estaba escribiendo. Adjetivos que me decían “mirá, me podes agregar acá””.

El mismo Kohan explica que estas decisiones, esta especie de lucha interna contra su propio estilo de narración, que tiende a ralentizar, suceden en el momento de la escritura final y no posteriormente a modo de correcciones. “¿Cómo recuperar el ritmo de cada frase cuando la transformas, cuando la quitás tanto? Para mi es algo que necesito percibir en la misma escritura: cómo viene el ritmo de cada frase y de la narración”, comenta. La decisión de haber elegido narrar en formato de ficción un suceso real como fue la Operación Gaviota de 1977 intensifica esta idea del propio autor, porque tenía que generar suspenso en la narración de un hecho del cual se sabe el final de antemano: Videla no murió. A la vez el autor analiza que la elección de este acontecimiento puntual (y no otro) puede no ser casual, ya que el foco se posa más en las acciones previas, de planificación de la acción final, lo que le dio la posibilidad de narrar los tiempos de espera, pero, de nuevo, peleando contra su propio estilo: “la espera tenía que apretarse para ser funcional a la acción y no cobrar esa dimensión de suspensión del lenguaje que puede ser fenomenal, pero que esta novela no lo precisaba. Ahí, de nuevo, tenía que sofocar con la frazada, pegarle a eso y decir: listo, estos son tres renglones. Yo creo que me quedó corta por eso”, se cuestiona.

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