sábado 20 abril, 2024

HUIR HACIA LAS FORMAS FUTURAS

HUIR HACIA LAS FORMAS FUTURAS

A lo largo de su obra, Ricardo Piglia reflexiona acerca de la relación entre ficción y realidad. Esta inquietud tiene un correlato político: la disputa por imponer una narración de la realidad, del presente y también del futuro. ¿Cuál es la potencia de las ficciones?

Por Juan Funes |  Ilustración: Cintia Salazar

 

En las clases de Ricardo Piglia sobre Borges transmitidas por la Televisión Pública en 2013, el autor de Respiración Artificial recupera una de las inquietudes que atraviesan toda su obra: los efectos de la ficción sobre la realidad. “El problema no es cómo está la realidad en la ficción, que es lo que en general se busca, cómo una novela representa la época. El problema es ver cómo está la ficción en la realidad”, sugiere, para luego retomar, una vez más, a los dos autores que orbitaron el mismo asunto: Macedono Fernández y el propio Borges. “¿Dónde buscamos la ficción en la realidad?”, pregunta Piglia luego, y continúa: “si ustedes me permiten una traducción, es lo que Gramsci llamaba hegemonía”. Más adelante agrega: “hay que crear un consenso. Por lo tanto, hay que construir utopías, ficciones, ilusiones”. 

La dimensión política de estas afirmaciones –en esta entrega abordaremos esta cuestión también desde la perspectiva psicoanalítica – cobran particular relevancia en el contexto actual, en el que vemos, ante las puertas de salida de la pandemia, la imposibilidad de pensar otros mundos posibles. No son nuevas las postulaciones sobre el “fin de la historia” de Francis Fukuyama y la idea de Frederic Jameson de que es “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Y, sin embargo, después de una crisis sanitaria y económica mundial, después de repetir hasta el hartazgo que la humanidad va hacia su propia extinción, el mundo sigue avanzando por un andarivel de hierro, lo cual muestra la plenitud de la ideología neoliberal y los modos de vida que conlleva. 

 

La ficción en la vida

En El último lector, Piglia despliega su idea de ficción y realidad en torno a distintos autores, novelas y figuras históricas. El punto de partida siempre es Borges: como cuento paradigmático toma Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, en el cual, según sus palabras, “no es lo real lo que irrumpe, sino la ausencia, un texto que no se tiene, cuya busca lleva, como en un sueño, al encuentro de otra realidad”. Lo que se presenta en el cuento que integra el volumen de Ficciones es una “inversión del bovarismo, implícita siempre en sus textos; no se lee la ficción como más real que lo real, se lee lo real perturbado y contaminado por la ficción”, dice Piglia. Antes afirma: “lo borgeano es la capacidad de leer todo como ficción y de creer en su poder”. 

La idea que subyace en esta hipótesis no es que la ficción reemplaza a la realidad o que la realidad no existe como tal. No se trata de contraponer ficción y realidad, sino de advertir que solo podemos acceder a la realidad a través de una narración, de un relato. Un relato que abarca el pasado, el presente y que disputa también el futuro. ¿No es acaso el poder de una utopía, de una narración del futuro, la principal potencia de un proyecto revolucionario?

Uno de los capítulos de El último lector está dedicado al personaje paradigmático de la revolución, Ernesto Che Guevara. Entre muchas otras, Piglia destaca la escena en la que, luego del accidentado desembarco del Granma, la dispersión de los guerrilleros y la pérdida de las armas, el Che piensa que la muerte lo va a alcanzar mientras descansa recostado sobre el tronco de un árbol. “Guevara encuentra en el personaje de London – del cuento ‘Hacer un fuego’– el modelo de cómo debe morir. Se trata de un momento de gran condensación. No estamos lejos de don Quijote, que busca en las ficciones que ha leído el modelo de la vida que quiere vivir”. Pero no se trata de un “quijotismo en el sentido clásico”, el idealista que enfrenta lo real, sino “el quijotismo como un modelo de ligar la lectura y la vida. La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído en una ficción”. 

En el ensayo de Irene Vallejo El infinito en un junco, la autora cuenta dos curiosidades análogas sobre Alejandro Magno. Dice que, de niño, el futuro emperador dormía con un ejemplar de la Ilíada debajo de la almohada, porque tenía “un vínculo obsesivo” con Aquiles. “Solo que Alejandro hizo realidad sus fantasías de éxito más desenfrenadas”, dice la autora, con las conquistas, en ocho años, de Anatolia, Persia, Egipto, Asia Central y la India, que lo llevaron “a la cumbre de las hazañas bélicas”. “En comparación con él, Aquiles, que dejó su vida en el asedio de una sola ciudad que duró diez años, parece un vulgar principiante”, afirma luego.

Las lecturas de Homero funcionan también como catalizador onírico para la creación de Alejandría, la histórica ciudad egipcia que alojó el museo, la biblioteca y el faro. En un sueño, cuenta Vallejo, Alejandro sintió acercarse a un anciano que le recitó unos versos de la Odisea, “que hablan de una isla llamada Faro, rodeada por el sonoro oleaje del mar, frente a la costa egipcia (…). Alejandro, según la lógica de aquellos tiempos, creyó que su visión era un presagio y fundó en ese lugar la ciudad predestinada”. La ciudad primero es literatura, después es un sueño y finalmente se hace piedra.

 

La ficción en la política

En La ciudad ausente, novela que deambula entre el policial, la ciencia ficción y el cyberpunk, Piglia cuenta la historia de una máquina creada por Macedonio Fernández que compone relatos a partir de otros relatos, combina elementos de narraciones para contar nuevas–viejas historias. El protagonista de la novela no es Emilio Renzi, sino Junior, aunque el alter ego de Piglia y autor de los Diarios aparece al comienzo, con una intervención clave. Renzi recuerda, a partir de la mención de la máquina de Macedonio, que su padres escuchaban los casetes de Perón enviados desde Madrid, la llegada de esa voz mecánica y clandestina, siempre marcada por el desfase entre el momento de grabación y de escucha. 

En esta mención de Renzi aparece la dimensión narrativa del líder: el hombre que desde el exilio escribe cartas, manda mensajes grabados, publica libros con un pseudónimo para intervenir en la política. En algún momento, Renzi se pregunta por qué Perón no se dirigía a sus militantes por radio de onda corta. Los tiempos epistolares –ralentizados por la circulación clandestina– generan un espacio, un hiato que refuerza la ambigüedad con la que Perón distribuía mensajes hacia los distintos sectores del movimiento, que hacia principios de la década del setenta se definieron como la Juventud Peronista a la izquierda, y la ortodoxia sindical a la derecha. 

Pero la reinterpretación de cada sector es doble: se tracciona en base a los mensajes de Perón y a la experiencia peronista en su conjunto, desde sus comienzos. La potencia que hay en la JP parte de configurar una interpretación del peronismo revolucionaria al tomar ciertos elementos del pasado y resignificarlos. La otra vertiente hace lo propio, reinterpreta, pero en otra dirección diametralmente opuesta. No hay una verdad, un relato legítimo, y no lo hay a pesar de que el propio Perón en algún momento se inclinó por un sector. Lo que hay son ficciones en pugna. 

En el libro Montoneros y la memoria del peronismo la socióloga Rocío Otero rastrea el modo en que las organizaciones de la izquierda peronista recuperan la experiencia popular iniciada el 17 de octubre de 1945. Se detiene en varios elementos: en la forma de recordar la fecha mencionada, en el intento de retomar la Resistencia Peronista y en la figura de Evita, en particular alrededor de las “milicias obreras”, que, según algunos testimonios como el de Dardo Cabo, quiso organizar como respuesta al intento del golpe de Estado de 1951. Es una juventud irreverente –inspirada también, obviamente, en lo que ocurría en otras partes del mundo como la revolución cubana, la derrota yanki en Vietnam o el Mayo Francés–, que busca apropiarse del pasado para cambiar radicalmente el presente y el futuro. Más aún: existía entre los militantes la certeza de que en la lucha asistían al fin del sistema opresor capitalista. 

¿Cuándo se perdió la posibilidad de pensar otros mundos? Todos saben que en Argentina hubo un exterminio que buscó no menos eliminar esta impronta que a quienes la pregonaban en fábricas y barrios humildes. Es bien sabido que esa fue la forma en que el neoliberalismo empezó a consolidar su hegemonía como paradigma político y cultural, y también como “productor de subjetividades”, como sostienen varios autores que no vienen al caso.

La etapa post dictadura inaugura lo que Silvia Schwarzböck en su libro Los espantos define como la “vida de derecha”. Es un triunfo de los sectores conservadores, en suma, apuntalado por la caída de la Unión Soviética, que deja al capitalismo como único modelo de vida vigente en términos geopolíticos. Para Schwarzböck la clave del neoliberalismo, su efectividad, está en que ya no postula una promesa de progreso, sino que se presenta sencillamente como la única realidad posible. “El neoliberalismo, en la medida en que no tiene al bloque comunista como enemigo, produce derecha sin ismo”, dice la autora. Y sigue: “Cuando la cultura liberal, como producto ilustrado, se queda sin fundamentación, lejos de autoaniquilarse, deviene pragmatista. Las instituciones liberales se encuentran en una situación óptima a partir del momento en que se liberan de la necesidad de justificarse en términos de fundamentos últimos”. Es el efecto ideológico por excelencia: hacer parecer natural algo que es histórico, contingente. Una ficción, en definitiva, tomada como realidad absoluta. 

 

Demoler ficciones
 

La máquina de Macedonio empieza a ser un problema para el orden establecido –el régimen autoritario y difuso expuesto en la novela– cuando las ficciones que produce se interfieren con las ficciones del Estado, dispensadas por los servicios de información. “La máquina ha logrado infiltrarse en sus redes, ya no distinguen la historia cierta de las versiones falsas”. Estos elementos, el Estado y los servicios de inteligencia, son parte del universo de Piglia, tomados justamente como productores de ficción. “El Estado narra, es uno de los grandes narradores de la sociedad. Construir ficciones es hacer creer. El poder no se puede sostener con la pura violencia, hacen falta fuerzas ficticias, como decía (Paul) Valéry”, dice Piglia en una entrevista de 1995 con Alan Pauls y Matilde Sanchez, en el programa Delirio y poder.

“Los servicios de inteligencia son los grandes narradores, los que construyen realidades alternativas”, continúa Piglia y marca una tensión con los escritores, que para él estarían en el polo opuesto de esta balanza de narraciones. En el medio están “los relatos sociales”, aclara. Lo ilustra con una idea interesante: si alguien pudiera captar las historias que circulan durante solo un día entre las personas de una ciudad, se podría tener una idea bastante precisa de cómo funciona esa sociedad. No solo por lo que dijeran las millones de voces anónimas, sino también por lo que no expresaran, por el modo en que esos silencios marcan el horizonte de lo decible y de lo imaginable. 

En el mismo sentido, Schwarzböck hace un aporte lúcido al sostener que el pueblo es garante de la ficción del Estado, pero ese rol implica un poder latente, que puede ejercer “en cualquier momento, si se sintiera excluido del pacto”. “Cuando el Estado no sea una ficción útil también para el Pueblo, sino para los poderosos, él también podrá tomarlo como una mera ficción. De este modo, el Pueblo le hará saber a los poderosos (como sucedió, efectivamente, en diciembre de 2001) que no solo ellos saben de la no verdad de la democracia”, afirma. Vale aclarar que con “democracia” se refiere al modo en que la derecha logró refundar el Estado en la post dictadura (una democracia que se presenta como plena, sin adjetivos que la maticen, como ocurría cuando se hablaba de “ democracia burguesa”, por ejemplo).

Una de las novelas que cita Piglia tanto en las conferencias sobre Borges como en El último lector, es El hombre en el castillo, de Philip K. Dick. Se trata de una distopía que tiene como punto de partida el triunfo del Eje en la Segunda Guerra Mundial y la posterior distrubución del mundo entre Japón y la Alemania nazi. En ese contexto, aparece una novela titulada La langosta se ha posado que se lee de forma clandestina y muestra un mundo radicalmente distinto, en el que los nazis fueron derrotados. 

“Todos los personajes principales de la novela de Dick están leyendo el libro en distintos momentos. Para algunos lectores la novela no tiene sentido, para otros plantea ciertos interrogantes. Solo uno de los protagonistas del libro de Dick –Juliana Crain– acepta plenamente la versión, está segura de que la novela dice la verdad. Segura de que el novelista ha hablado su universo, del que la rodea aquí y ahora”, explica Piglia. Lo que ocurre, entonces, es una torsión: “el contraste entre ficción y realidad se ha invertido –continúa–. La realidad misma es incierta y la novela dice la verdad (no toda la verdad). La verdad está en la ficción, o más bien, en la lectura de la ficción”. 

En 2015 Amazon presentó una serie homónima basada en la novela, que tuvo cuatro temporadas. Entre las múltiples modificaciones que el guión hizo sobre la historia de Dick, hay una que resulta interesante: en la serie en lugar de ser un libro, La langosta se ha posado es una película compuesta por miles de rollos que los personajes encuentran y hacen circular también de modo clandestino. Quienes acceden a ver los pocos segundos que se muestran en las imágenes quedan impactados, se sienten profundamente afectados por esa ficción alternativa. Ahora saben que existen otros mundos posibles, más allá del que habitan. 

Pero no se trata de un simple “despertar” o “quitar el velo” de una realidad engañosa. Tampoco de la creación de una ficción por medio de la voluntad o imaginación individual, aunque tanto en la novela como en el libro aparece la figura de Hawthorne Abdensen, autor del material clandestino en ambas versiones. El sentido de las películas tiene que ser elaborado de manera colectiva: se deben organizar para buscar los distintos rollos, armar proyecciones y convocar a nuevas personas. Deben alcanzar esa realidad que vieron proyectada, del mismo modo que un revolucionario busca alcanzar un horizonte utópico.

¿Cuál es la verdadera potencia de las ficciones? Lo esbozado en estas líneas no tiene otro objetivo que el de plantear este y otros interrogantes: ¿puede la elaboración de una nueva ficción funcionar como un modo de subjetivación alternativo al dominante?, ¿qué rol juegan las ficciones para disputar las narraciones dominantes, la interpretación que “la vida de derecha” impone sobre la realidad?

“Narrar era darle vida a una estatua, hacer vivir a quien tiene miedo de vivir”, escribe Piglia en La ciudad ausente, después del relato La nena, escrito por la Máquina. Entender que a la realidad le damos forma de ficción nos permite dar un paso hacia la búsqueda de otras narraciones, que no pueden ser sino sociales, escritas al calor de las luchas colectivas, creadas y compartidas con otros y otras. Y de este modo, como dice Piglia, “huir hacia los espacios indefinidos de las formas futuras. Lo posible es lo que tiende a la existencia. Lo que se puede imaginar sucede y pasa a formar parte de la realidad”.

 

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