viernes 19 abril, 2024

HORACIO GONZÁLEZ: LA LECTURA COMO ACTO DE EMANCIPACIÓN

En un nuevo aniversario de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, este ensayo se detiene en el vínculo entre dos de sus ex directores: Horacio González y Jorge Luis Borges, y cómo el sociólogo recuperó del autor de El Aleph el valor libertario de la lectura. 

Por Juan Funes l Fotos: Melisa Molina

Horacio González asumió el cargo de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno en 2005 con un peso peso simbólico doble: por un lado, bajo la investidura que supone la institución; pero, además, por la presencia fantasmal de dos de sus ex directores: Paul Groussac y Jorge Luis Borges, referencias centrales de la literatura y la cultura argentina. Durante los más de diez años que González dirigió la Biblioteca, la evocación a ambos fue constante, aunque hubo un aspecto de Borges que recuperó de manera enfática y que se transformó en la premisa fundante del nuevo proceso que inauguró el sociólogo: la idea de lectura borgeana y su potencial político. 

En los cuentos de Borges la lectura tiene un rol central, no solo por la fascinación que muestran los personajes hacia los textos y la entidad que se le dan a los mismos independientemente de su procedencia –hay por lo general una equivalencia valorativa entre leyendas, textos científicos u enciclopédicos y ficciones–, sino también por cómo se establece que la lectura no es una acto pasivo, de recepción muda. La lectura, en cambio, se presenta como acto creativo, al leer el lector también está escribiendo, de modo que no se puede determinar que existe una linealidad en el significado de un texto, sino tantas lecturas posibles como personas que se sumerjan en sus palabras.

 El ejemplo más paradigmático es el de Pirre Menard, el personaje del cuento de Borges que “no quería componer otro Quijote, sino el Quijote”. Menard escribe el texto de Cervantes exactamente igual, palabra por palabra, pero con un significado totalmente distinto. Esto ocurre porque no está haciendo otra cosa que leerlo. En el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, aparece otra versión interesante de la lectura que se repite en Borges. Tiene que ver con una lectura desviada: al inicio de la narración, el personaje de Bioy Casares cita de memoria y de manera imprecisa la definición de una enciclopedia. Esa desviación en la lectura “literal” deriva en el descubrimiento de un nuevo mundo, un mundo que es producto del modo en que la ficción altera la realidad. 

La valoración de la lectura por parte de Borges no se limita a sus cuentos, sino que tiene también un correlato pedagógico. En la película Borges para millones, de Ricardo Wullicher, la expone con claridad cuando habla sobre su experiencia como docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Un Borges ya viejo –la entrevista es de 1979– dice que “uno de los pocos orgullos de su vida” es que, a la hora de tomar exámenes, “no hice jamás una pregunta”. Su metodología consistía en pedirle a les estudiantes que hablen sobre algún autor: “ustedes digan lo que piensan, yo prometo no interrumpirlos, prometo no preguntarles ni una sola fecha, pues yo mismo no las sé… De modo que ustedes hablen si es que les interesa el tema. Y dieron excelentes exámenes así. Yo veo profesores muy torpes que hacen preguntas porque no saben tomar examen. Yo creo saber tomar examen, porque dejo que el estudiante hable sin molestarlo con preguntas”. 

En esta respuesta pueden verse las dos caras de la pedagogía borgeana: se reconoce él mismo como ignorante y pone al estudiante en la posición de saber. Este desajuste es el núcleo sobre el que reflexiona Jacques Rancière en El maestro ignorante y el mismo que años más tarde vincula al arte en El espectador emancipado. El filósofo francés establece una continuidad entre el alumno y el espectador, a lo que podría sumarse la figura del lector. “El espectador también actúa, como el alumno o como el docto. Observa, selecciona, compara, interpreta”, sostiene, y agrega que “los espectadores ven, sienten y comprenden algo en la medida en que componen su propio poema”.

Hay entonces un gesto libertario en Borges, un principio que desde la perspectiva de Rancière es emancipador. La emancipación comienza en el momento en que se cuestiona la oposición entre mirar y actuar, cuando se comprende que la forma evidente de decir, de ver y de hacer pertenecen a una estructura de dominación. En esta lógica, además del “maestro ignorante” y el “aprendiz emancipado” se necesita un tercer elemento: “un libro o cualquier otra pieza de escritura”, “extraña tanto a uno como al otro y a la que ambos pueden referirse para verificar en lo común lo que el alumno ha visto, lo que dice y lo que piensa de ello”.

Una de las constantes que aparecen en las reflexiones de Horacio González es la de no ubicar a los distintos autores en compartimentos estancos ni tomar sus obras como textos cristalizados, sino en indagar en su complejidad. Es una actitud que invita a la lectura crítica y a la apertura de las obras. González siempre insistía en las relecturas, en ofrecer los textos para que los y las lectores se los apropiaran. Así lo expresó en el ensayo titulado “Entre la agitación y el temblor (pero sin dogmáticas)”, escrito a modo de balance de las políticas culturales del kirchnerismo: “no solo se trataba de agitar conciencias, sino también de agitar símbolos”, afirmó.

Entre esos símbolos, por supuesto, está Borges. El escritor que se esforzó por marcar diferencias tajantes con el peronismo y hasta calificó a la democracia como “abuso de la estadística”, es una de las figuras más convocadas para este ejercicio democrático de relectura, la gran enseñanza libertaria que dejó más allá de su postura partidaria. “El acto de lectura de Borges equivale a entrar en su corazón secreto que lo anula a sí mismo, pero también le exige al lector ser otro”, escribió González en un artículo de Página/12. Esta lectura, agrega, se hace aún más urgente para el campo nacional y popular, de las izquierdas en general: “Contra o a favor de Borges crece el pensamiento crítico. Ahí las tradiciones que más lo han enfrentado, las nacional-populares, pueden renovar en nuevos duelos la práctica más importante que le reconocemos al oficio político, la atracción para sí de lo más asombroso que ni siquiera el otro, los otros o lo otro sabían que poseían. Poco falta para que sean sus adversarios quienes mejor lo lean y renueven un legado. No podemos sino marchar con estas tareas a la transformación de los aires simbólicos y populares de la historia argentina que estamos viviendo aquí y ahora”, afirmaba.

Estas líneas ilustran la perspectiva que González le imprimió a la Biblioteca. En su discurso de asunción como subdirector –un año antes de ocupar el cargo de director– hizo hincapié en “recrear las valentías colectivas y las iniciativas soberanas”. “Precisamos una libertad esencial, con intereses prácticos, sociales e históricos, para ser extendida en la Biblioteca”, exclamó entonces. El concepto clave de este discurso fue el de “libertad”. Libertad, entre otras cosas, para “retomar los nombres antiguos”, dijo, y nombró a los dos emblemáticos directores de la Biblioteca: Groussac –quien ocupó el cargo entre 1885 y 1929– y Borges –entre 1955 y 1973–. Pero este retomar no apuntaba al gesto nostálgico de recuperar algo perdido en el pasado. Hay ahí otro punto de contacto entre González y Rancière, quien discute la existencia de una “comunidad perdida a restaurar”. 

Para el filósofo francés lo que hay son “escenas de disenso, susceptibles de sobrevenir en cualquier parte, en cualquier momento”. Al hablar de disenso se refiere a una realidad oculta bajo apariencias, sino a reconfigurar y disputar la propia lógica de percepción y significación: “reconfigurar el paisaje de lo perceptible y de lo pensable es modificar el territorio de lo posible y la distribución de las capacidades y las incapacidades”. Ahí está el nudo de lo que Rancière denomina “subjetivación política”, en la acción de “capacidades no contadas que vienen a escindir la unidad de lo dado y la evidencia de lo visible para diseñar una nueva topografía de lo posible”.

De forma análoga, González se refería a recuperar textos y autores para releer, en el sentido fuerte de la palabra: reinterpretar, pensar en un nuevo contexto, discutir, imaginar nuevos horizontes. En el citado discurso, advirtió: “no es aconsejable que la palabra protocolar se haga rito trivial en la Biblioteca. Borges, sí. Pero no para que su obra actúe como ceremonia paralizante sobre las escrituras del presente ni como conmemoración escolar, sino como él mismo hubiera preferido, con una forma callada del fervor que no precisa de euforias de último momento y plaquetas de funcionarios serviciales. Precisa, en cambio, de la crítica. Sobre todo, de un tipo de crítica que funda lo que de Borges hay en Borges. La crítica que lo otro le sepa hacer a lo mismo. La crítica que las intuiciones de lo inexplorado les espan hacer a las ruinas circulares de nuestros santos días”.

Para González no se trataba de que los textos fueran conservados y exhibidos según una lógica museística. Al igual que en Rancière, en su horizonte siempre está la imaginación y la única forma de generar acontecimientos políticos es que el lector sea el actor clave.  Por eso los “grandes” nombres debían ser ofrecidos para el uso poiético de los y las lectoras: “la Biblioteca Nacional debe cuidar todos los nombres de su memoria escrita, sean Lugones, Jauretche o Milcíades Peña. Los deberá cuidar tanto como son materia imaginativa como cuando son materia libresca, esperando confiados en los anaqueles un nuevo consultante, que podrá demorar largo tiempo, pero seguro vendrá”. 

El sentido que tiene una biblioteca es, de esta forma, no el de recuperar fragmentos dispersos para armar el rompecabezas del pasado, sino construir futuro: apuntar a los lectores que vendrán, a su capacidad crítica e imaginativa. Rancière ve en el arte la misma temporalidad, que destaca al espectador/lector como actor fundamental. “El efecto del idioma no se puede anticipar. Requiere de espectadores –lectores- que desempeñen el rol de intérpretes activos, que elaboren su propia traducción para apropiarse de la ‘historia’ y hacer de ella su propia historia. Una comunidad emancipada es una comunidad de narradores y de traductores”.

La función de la Biblioteca, decía González, debe ser la de “sede de actos de lectura”, “ofrecidos a la sociedad, a la que deberá demostrar que está activa y lúcida en la custodia y movilización de su patrimonio”. Si hay que hablar de museos, apuntó el ex director, el único que cabe es el soñado por Macedonio Fernández: “en la Biblioteca Nacional deberá haber muchos prólogos y mucha experiencia de libertad en el lenguaje”.

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