miércoles 24 abril, 2024

EL JUEGO DEL CALAMAR Y LA SUBJETIVIDAD DE LA DEUDA

La serie surcoreana plantea un escenario perverso que muestra las fibras profundas de la sociedad neoliberal. Nos invita a pensar sobre el modo en que la libertad y la democracia son arrasadas por el totalitarismo de la deuda, y en cómo se moldean las subjetividades para que luego los personajes participen voluntariamente del juego. 

 

Por Pilar Molina y Juan Funes

 

Atención: esta nota contiene spoilers

Los niños practican un juego que consiste en repetir compulsivamente una palabra hasta que empieza a sonar vacía, pierde todo sentido, se vuelve puro sonido amorfo. Esto mismo parece estar ocurriendo con la palabra “libertad”, en tiempos en que la derecha la emplea como significante ya no vacío, sino hueco. Y es justamente esa supuesta “libertad” la base El juego del calamar, la serie surcoreana que nos invita a presenciar juegos de niños, con una torsión perversa en la que se fusila a los perdedores. Libertad, deuda, culpa y desigualdad son las piezas de la maquinaria neoliberal que se exponen de manera brutal a lo largo de los nueve capítulos. 

Hay un aspecto que los organizadores del juego dejan bien claro de entrada: los personajes participan voluntariamente, nadie los obliga. Pueden irse antes del comienzo, definir por mayoría simple si se interrumpen la contienda y no volver una vez que deciden abortar el juego. Son libres y, sin embargo, vuelven. ¿Por qué lo hacen? Ese nudo dramático se desata en los primeros dos capítulos. La serie muestra que los personajes no tienen opción: sus vidas están hipotecadas por deudas que pesan sobre ellos y sobre sus familias.

La “libertad”, entonces, es el fundamento de la explotación. En última instancia se trata de eso: no hay un Estado opresor como ocurre en las distopías clásicas orwellianas ni un amo siniestro que los encierra contra su voluntad como ocurre en las películas de El juego del miedo. Existe una vigilancia sobre los personajes (incluso sobre el siete por ciento que decide no volver), pero no cobra la dinámica clásica del panóptico de Bentham popularizada por Foucault. No está ahí la clave del control. El dispositivo es más sofisticado: el panóptico está internalizado en los personajes, opera desde adentro del sujeto que se somete “voluntariamente” al juego perverso. Esa es una de las novedades que para el mismo Foucault presenta el neoliberalismo, como explica en sus conferencias compiladas bajo el título Nacimiento de la biopolítica, con la figura del homo œconomicus: “un empresario de sí mismo (…) que es su propio capital, su propio productor, la fuente de sus ingresos”.

Desde una perspectiva psicoanalítica, se puede pensar también en el concepto de “extimidad” desarrollado por Lacan. Es el Otro, pero no como externo sino como éxtimo: lo paradójicamente más íntimo y a la vez más radicalmente extraño de cada uno de ellos es lo que hace que vuelvan voluntariamente a jugar. Cada juego es el enfrentamiento de los personajes contra sí mismos, contra lo más éxtimo y ominoso. Sus goces, pulsiones y fantasmas son convocados uno por uno. 

En las siete películas de El juego del miedo la dinámica se repite: los jugadores son encerrados contra su voluntad, se despiertan en un lugar desconocido y tienen que cumplir tareas desagradables, como cortarse una pierna o revolver las vísceras de otro personaje para encontrar la pequeña llave que los libere. Lo que hay en el fondo es un mensaje moral: estos personajes son elegidos porque en su vida tuvieron alguna actitud reprochable y el juego apunta a dejarles un aprendizaje, a que “salgan mejores”. La clásica moraleja. En El juego del calamar la situación es muy diferente: se le ofrece “una última oportunidad” a un conjunto de personas tapadas de deudas y la retribución es puramente económica. En el espacio común, en donde duermen y comen mientras esperan para jugar, pueden ver flotar sobre sus cabezas un chancho gigante de acrílico, bañado de luces doradas, que se va llenando de billetes a medida que mueren los participantes. El modo en que se enuncia el juego es que los participantes conseguirán el premio “si no rompen las reglas”, que se presentan como muy claras, inequívocas. Pero al igual que en la vida fuera del juego, la norma es un privilegio y la mayoría queda al margen. 

 

La racionalidad anticolectiva

Cho Sang-woo es el personaje que mejor encarna la  subjetividad neoliberal de la que habla Foucault (y muchos otros pensadores que retomaron sus lineamientos y ahora no vienen al caso). Cho es el amigo del barrio del protagonista –Seong Gi-hun– que logró triunfar, estudió en la universidad más prestigiosa de Corea del Sur y se convirtió en un empresario. Es el self–made man que empezó desde abajo, de un barrio humilde, se encumbró en el mundo empresarial, pero luego cayó por estafas y deudas.

Cho asume con absoluta naturalidad la dinámica implícita del juego –solo se salva uno– y lo encara con la misma lógica con la que intentó “triunfar” en el mundo empresarial. A los ojos del protagonista, Seong Gi-hun, Cho es el poseedor de la inteligencia y la capacidad de cálculo racional que puede llevar a su grupo a la victoria, que los puede salvar. Pero ese cálculo, vemos con el correr de los juegos, opera desde la racionalidad individualista, el grupo simplemente no entra en sus circuitos. Ya en el segundo juego lo vemos elegir la opción que sabía más fácil para troquelar el caramelo y le sugiere al resto encolumnarse detrás de las otras puertas. El momento de vacilación cuando ve que Seong elige el paraguas, sin decirle nada, no hace más que confirmarlo. 

Pero es en el cuarto juego, el de las bolitas, en el que vemos la cara más nefasta de Cho Sang-woo. La perversidad de este juego tiene que ver con que los participantes deben elegir a un “compañero”, que termina siendo todo lo contrario: su contrincante en un duelo de vida o muerte. También aparece la “libertad” para elegir la forma del juego, con una sola regla: no se puede usar la violencia. Ese es el límite. Cho Sang-woo juega con Alí, un pakistaní que al no haber crecido en Corea, no conoce el juego. Sin embargo, lo acompaña la suerte y en pocos minutos le saca ventaja. 

El vínculo entre Cho y Alí se había forjado en el momento en que el primero le prestó plata para el colectivo al segundo, que pretendía caminar varios kilómetros para llegar hasta su casa. “Te voy a devolver la plata”, le dice Alí agradecido y noble, a lo que Cho contesta: “no hace falta”, en lo que aparenta ser un don desinteresado. En el juego de las bolitas, el coreano saca a relucir esa deuda. Nos muestra que no existen los gestos desinteresados, fuera del cálculo individualista, que no hay don sin deuda. Después viene el engaño, el supuesto plan para salvar a ambos, mediante el cual le roba las bolitas al inmigrante aprovechándose de su inocencia. La serie nos deja unos minutos de suspenso, durante los cuales no sabemos si los jueces aceptan o no que la jugada de Cho, pero finalmente Alí es el fusilado. ¿Qué entienden los jueces por violencia?, ¿acaso el individualismo extremo no es la forma más sutil, más desubjetivante y más actual de la violencia?

Llegando a los últimos capítulos, Cho discute con el protagonista, al que le dice que es un fracasado, un miserable y que por eso terminó ahí. Unos capítulos atrás se revela cuál había sido el origen de la situación precaria de Seong Gi-hun: había participado de la toma de una fábrica luego de que lo echaran a él y a otros trabajadores. La acusación de Cho, sin embargo, apunta a la responsabilidad individual: Seong está ahí por sus propias decisiones, es el único responsable. Administró mal su vida, su capital, tomó malas decisiones. No hay contexto, no hay fuerzas sociales en pugna ni injusticias estructurales. La respuesta del protagonista es contundente: “¿y vos cómo llegaste acá?”, le pregunta a Cho. 

 

La subjetividad de la deuda

El pensador italiano Maurizio Lazzarato se detiene en un rasgo de la subjetividad neoliberal que analiza a partir de la figura del Hombre endeudado. Toma de Friedrich Nietzsche el concepto Schuld, que en alemán significa tanto “deuda” como “culpa”. En Genealogía de la moral el filósofo germano sostiene que la relación contractual entre acreedor y deudor “es tan antigua como los sujetos de derecho” y “remite a las formas básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico”. 

La hipótesis de Lazzarato es que el mecanismo político del neoliberalismo tiene en su centro, precisamente, la relación acreedor/deudor, dado que las distintas escalas de la deuda –tanto las macroeconómicas entre países y organismos internacionales, como las deudas personales y familiares– “intensifican los mecanismos de explotación y dominio de manera transversal, sin que pueda hacerse diferencia entre trabajadores y desocupados, consumidores y productores, activos e inactivos, jubilados y beneficiarios de la renta mínima”. “Todos son deudores culpables y responsables frente al Capital, que se manifiesta como el gran dios acreedor universal”, afirma el italiano. La otra cara de esta deuda es que “segrega una ‘moral’ propia, a la vez diferente y complementaria a la del ‘trabajo’”. El eje esfuerzo-recompensa de la ideología del trabajo, opera junto “la moral de la promesa (de reembolsar la deuda) y la culpa (de haberla contraído)”.

El Capital en la serie se condensa en el inmenso chancho de acrílico y en la figura de los VIPs; la deuda y la culpa queda del lado de los jugadores. La explotación que se muestra no tiene que ver con el trabajo, con la extracción de plusvalor, sino con el espectáculo de los que sufren porque no tienen nada, frente a la mirada gozosa de los que tienen tanto que ya no saben cómo divertirse. 

El psicoanálisis también nos da herramientas para pensar esta mutación del capitalismo. Al igual que en el neoliberalismo, en El juego del calamar no hay un Otro que regule, es la ley de la ferocidad la que rige la vida dentro y fuera de la contienda. El ejemplo más claro de esto es que durante la noche nadie protege a los personajes, que pueden masacrarse “libremente” entre ellos. Como sostiene Lacan, lo que marca la época es la muerte del nombre del padre y con ello “el ascenso del objeto a al cenit social”. Vemos este proceso en la historia de Seong Gi-hun. Como ya mencionamos, fue echado de la fábrica, ya no trabaja para un patrón, pero es cooptado por el goce del consumo, del juego y del gasto desmedido, del puro empuje a un consumo sin fin, el sinsentido de la época. Cho Sang woo tampoco queda fuera de esta lógica. El uso desmedido de préstamos para comprar objetos valiosos y la especulación financiera lo dejan de igual modo arrojado al consumo y a la deuda, sin ley que regule, sin ley que ampare.

Con la llegada al juego, la lógica no cambia: es más la continuidad, profundizada, que la ruptura. El discurso imperante es el que Lacan define como “discurso capitalista” y con él, el mercado de la subjetividad, que es ahora el producto que garantiza la efectividad del sistema. Tal como sostiene la psicoanalista Nieves Soria, el propietario, el jefe del discurso capitalista es el propio sujeto consumidor/consumido por un discurso que no encuentra el límite de lo imposible en la lógica de la acumulación de plusvalía. La falta en ser y el síntoma son el motor del movimiento incesante del mercado, que en su articulación con la tecno-ciencia ofrecerá siempre un nuevo objeto, generando la ilusión de suturar la carencia de ser estructural.

Derogado el Nombre del Padre y perdida la función de los ideales y de la autoridad, el sujeto no consigue autorizarse. El lazo social también se vuelve lábil, poco firme y quebradizo. En este sentido puede pensarse la figura de los VIPs, sujetos obscenos que de manera explícita representan a este nuevo amo que ya no es autoritario, no prohíbe ni pone límites, sino que empuja a gozar. El mensaje imperativo es: ¡matense, devórense, gocen!

En los seminarios 16 y 17 Lacan lee la plusvalía marxista como plus de goce. Dirá que lo que obtiene/extrae el Amo del otro es justamente eso: plus de goce. En la serie, como dijimos más arriba, la relación entre los VIPs y los jugadores no es la de patrón/trabajador, no hay una apropiación de una porción de su trabajo, sino que la explotación de estos personajes tiene que ver con ese otro plus, con la búsqueda insaciable de entretenimiento y diversión para los VIPs. 

El juego del calamar contextualiza una época regida por el empuje al goce y con ello al crecimiento de la deuda personal e impagable con el Otro. Nos mete de lleno y de manera brutal en la angustia del individualismo y la mora. Nos propone el éxtasis de ver cómo los personajes son fusilados, uno por uno, mientras nosotros asistimos como meros espectadores, consumiendo una vez más eso que no tiene límite alguno. Y lo hacemos desde la pantalla de Netflix, plataforma que marca el pulso de la industria cultural y del entretenimiento ¿Formamos parte del juego?

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