jueves 25 abril, 2024

"CUANDO NOS VEAS ESCAPATE, NENA"

La historia de Victoria –quien prefirió no revelar su identidad– es la de muchxs sobrevivientes de la última dictadura: la secuestraron y torturaron en El Pozo, centro clandestino de detención que funcionaba en Rosario, logró salir en libertad y se exilió en España en 1977. Recién este año, a 46 del golpe de Estado, se animará a volver a Argentina. 

Por Malena Costamagna Demare |  Foto: Melisa Molina

 

El Ciego apoyó las manos en los hombros de Victoria y le dio un beso en la mejilla, igual que lo haría un padre. Así se lo acuerda Victoria, que es el nombre que va a llevar la dueña de los recuerdos de esta nota. Aún décadas más tarde, todavía hay miedo y militares sueltos en las calles. “Te voy a dar un consejo”, le dijo, “no somos buena gente. Cuando nos veas escapate, nena”. La palabra “escapate”, es la única en toda la charla que Victoria pronuncia con acento argentino. José Rubén Lofiego, más conocido como Mengele o el Ciego, fue el ex policía señalado como el líder de los torturadores en el Servicio de Informaciones de la Policía de Santa Fé, que funcionó como Centro de Detención Clandestino durante la última dictadura militar argentina. Ahí, Victoria pasó su cumpleaños, sus dolores, olvidos y tantos recuerdos, que aún 46 años después, nos lleva casi cinco horas conversarlos.

 

“¿Dónde querés que empiece mi historia, desde lo que yo recuerdo o de lo que me contaron antes de recordar?”, dice Victoria mientras charla con Fixiones en España, la tierra a la que volvió como exiliada. Española de nacimiento, Victoria llegó a la Argentina en 1951 a bordo del “Yapeyú”, un barco que quedó atrapado en una tormenta en el Golfo de México y tardó un mes y medio en llegar a las costas bonaerenses. A los dos años de su arribo a Buenos Aires, su familia se mudó a Rosario. “Iba a un colegio de monjas. Mis padres eran religiosos, no les gustaba Perón”, cuenta, y ahí, en el lugar menos pensado, fue donde nació su conciencia política. ¿Dónde precisamente? “Fácil”, dice, “en las villas miseria”. Estaba en cuarto o quinto grado, el país era gobernado por el radical Arturo Frondizi y las monjas llevaban a las alumnas a espolvorear la fé y donar ropa por los barrios periféricos. A aquel recuerdo se le cuela otro: el de Nélida, compañera de Victoria desde los cinco años. Solo cuando terminaron la escuela se enteró que ella venía de un barrio muy humilde y siempre había estado becada. “Después la mataron. Ella era del ERP, la mataron arriba. Era inteligentísima, sería la más inteligente de todas”, recuerda Victoria. Por “arriba” se refiere a lo que había encima de los sótanos de “El Pozo”, el principal centro clandestino de detención y exterminio en Rosario. Por sus pasillos se calcula que pasaron dos mil personas entre los años de 1976 y 1979.

 
Los detenidos de calle Tucumán

“Era muy guapa”, recuerda con una sonrisa. Cuando fue detenida, Victoria tenía 24 años, estudiaba Bellas Artes y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de Rosario y aunque ya se había distanciado de la organización, había militado en la Juventud Peronista durante sus años de universitaria. El detonante para que se aleje de la JP fue lo que pasó a conocerse como “La masacre de Ezeiza” y luego el famoso discurso de Perón el 1 de mayo de 1974, cuando echó a la juventud peronista de Plaza de Mayo. Victoria la recuerda en presente: “no puedo soportar lo de ‘imberbes’. La utilización que nos hizo. No lo entiendo. No estuve en la plaza porque vivía en Rosario pero amigos míos sí”. 

 

En la época se quemaban libros, se tiraban papeles al Paraná, cuenta Victoria, pero lo que ella hacía en la JP no era mucho más que servicio social. “No había acciones violentas, al menos donde yo estaba”, recuerda. Aunque sus padres no alentaban su militancia, su papá mostraba con orgullo en el comedor de la fábrica donde trabajaba la pulsera de la JP que llevaba su hija para las campañas de vacunación en los barrios. 

 

Pocos meses después del 24 de marzo de 1976, Victoria fue detenida ilegalmente de camino a su casa en calle Tucumán. En una especie de pensión venida abajo, vivían cuatro compañeros que durante su tiempo desaparecidos, serían conocidos como “Los de calle Tucumán”. Unos meses antes del golpe, Silvi, conocida de Victoria, había sido detenida mientras cuidaba a los hijos de una familia que pertenecía a la ERP. “Luego encontraron prensa clandestina en ese lugar. La tía nada que ver, de origen judío, mucho dinero, nada de política ni de lejos”, aclara Victoria y después de un silencio sigue, “ella decía que notaba que la seguían. Vivía con mucha culpa por eso”.

Victoria desde el exilio.

Un camión con militares encima la esperaba en la puerta de su casa. Victoria, como si nada, siguió caminando. Pensó en irse a la casa de un amigo que vivía en la misma cuadra, pero se detuvo. “En ese piso tenía fotos, direcciones, de todo. Entonces, ¿qué hago? A mi casa no porque todos para adentro. Vuelvo a la esquina donde estaban los militares, mi cerebro a cien. Y pienso: ‘si pido permiso para entrar entonces van a pensar que este perejil no sabe ni a dónde se mete’”, dice en la rapidez de recuerdo. Pero se equivocó. “Usted no puede pasar”, le dijeron. “¡Pero quiero pasar, yo vivo ahí!”, respondió Victoria señalando las luces prendidas de uno de los pisos. El tipo se puso muy nervioso y enseguida llegaron dos más, le cazaron ambos brazos y la llevaron hasta el furgón. “Hasta ahí viendo, porque después no vi nada. Me ponen la capucha, me esposan en la espalda y mirando hacia abajo logro ver que están los chicos tirados en el suelo. Vi que las patadas que les estaban dando eran botas militares, con vaqueros pero con botas militares. Y dije bueno, hemos caído”, relata Victoria, que en ese momento empezó a desvanecerse. “Se nos cae”, escucha decir a uno. Otro la sujeta con la pierna y Victoria recuerda escuchar a uno que los interrumpió y dijo: “A esta no me la tocan. Esta es cosa mía”. “Era Lofiego, Mengele. El jefe de la patota, el que fue mi protector”, dice Victoria con los labios apretados.

 

Ni viva ni muerta: desaparecida

Los primeros días, los padres de Victoria pensaban que ella se había ido de fiesta. No había teléfonos que aseguraran otro escenario. “Fuimos detenidas muy pronto. Nosotros pensábamos que iba a ser como era siempre: que te detenían y después te soltaban. Pero no fue como siempre. Fue lo que fue”, cuenta Victoria. 

 

Los llevaron atrás de lo que era la Jefatura de Policía, el ex Servicio de Informaciones conocido como El Pozo. Los subieron por unas escaleras tirándolos de los brazos porque estaban esposados. “Llegamos y oímos unos alaridos horribles. A mi me ponen en una especie de esquina y pasaban y paf, puñetazos, patadas. ‘Y ahora vas vos nena’, ‘y ahora te toca nena’. En un momento escucho un grito que dice ‘¿¡qué he dicho?!’, la voz esa -la del Ciego-. Porque se te queda. Y se acabaron los puñetazos, las patadas”, dice Victoria acostumbrada a la sensaciones mixtas que le produce hablar de lo que no se habla. La llevaron a otra habitación, no escuchaba nada que se abriera: no había puertas en El Pozo, o eso suponía Victoria en la oscuridad, con los ojos tapados en todo momento. “Los sentidos se te agudizan mogollón”, enfatiza. La sientan en el suelo y la misma voz le pregunta, “¿fumás?”. “Entonces me levantaba la cinta y me ponía el cigarrillo en la boca. Y yo fumaba. Daba caladas, soltaba. Así era. No me tocaba, nada”, recorre Victoria. La culpa siempre está presente en su relato. “¿Por qué el hijo puta de Lofiego a mi me cuidaba? Violó a dos que son amigas mías y torturaba, era el jefecillo de la patota. Es algo que llevo con asco, con dolor”, aún 46 años después, todo está guardado en su memoria: “era mi pregunta perenne: el por qué”.

 

Y las escenas siguen apareciendo: “Un día me pusieron una cadena en el tobillo, larga, pesada y me dicen; ‘vamos a jugar nena, porque la cadena esa es para ir a pescar contigo’. Sabíamos que tiraban gente. El juego fue una ruleta rusa. La pistola así, -gesticula con las manos apuntando a su cabeza- yo contra la pared de frente. Hubo solo tres clicks, porque en el cuarto, que supongo no había ninguna bala o quizás sí, porque les daba todo igual, llega el grito: ‘¿¡¡que hacen!!?’ Me quitan la cadena y una embroncada del tío”, recuerda Victoria al hablar otra vez de Lofiego, el Ciego. 

 

“Ahí el tiempo no existe casi. No sé cómo explicarlo, entre que nos ponían capuchas y que estábamos en aquel sótano monstruoso. A veces eran más claras las noches porque empezaban los alaridos. Nosotros estábamos debajo de donde nos torturaban y metían a la gente primero”, recuerda Victoria mientras le da una pitada al cigarrillo. No recuerda ninguna comida, dice, tampoco si menstruó durante todo ese tiempo. Evoca aquellas primeras noches: “parada contra la pared, sin dormir, me despabilaban a hostias. La primera noche que dormí soñé que estaba en un suelo, tapada, esposada y de pronto estaban torturando a un tío y oíamos los gritos. En eso abro los ojos y me doy cuenta que sí, que estaba encapuchada y estaban torturando a un tipo”, dice con una risa ennegrecida. En la memoria de Victoria aparece el número cuarenta. Cuarenta personas había en El Pozo y a Victoria siempre la tiraban al lado de Laura. Victoria tiene los dedos muy chiquitos y las muñecas, al igual que Laura. Entonces Victoria escurría sus manos de las esposas y en aquel lugar oscuro, ambas se tomaban las manos.

“El Pozo”, ex Servicio de Informaciones de la Policía de Rosario.
El ascenso del infierno

“Los curas me salvaron”, empieza Victoria. Cuando tenía veinte años, sus padres compraron un departamento que quedaba frente a una orden de curas. Con una sonrisa dibujada, Victoria recuerda las siestas de verano, las cenas, las charlas que compartían con sus padres, todos compatriotas españoles, y las libres entradas y salidas que tenía gracias a las llaves que los curas le habían confiado. “Mis padres taparon y taparon hasta que los curas empezaron a sospechar. Preguntaban dónde estaba y ellos decían ‘Vicky está de viaje’. Por miedo. Entonces los curas la organizaron”, dice Victoria y narra cómo Miguel, uno de los curas, se metió en el Segundo cuerpo del Ejército como cura castrense. “Entra con la novela del fin de la revolución que iba a traer el orden argentino. Querían ver dónde podía estar yo. Si estaba viva o muerta”, cuenta.

 

Miguel entró a través del ex capellán Zitelli, el que iba a ser el primer cura en ser condenado por delitos de lesa humanidad en Santa Fé dentro de la causa Feced, hasta que la muerte lo alcanzó antes de sentarse en el banquillo de los acusados, a sus 85 años. Victoria cuenta el primer encuentro con Miguel: “Un día me llevan a otro ala y me encuentro con un señor obispo digo, la madre que me parió. Cuando pude levantar los ojos vi la mano extendida, tenía que besarla. Había otro cura de pie, el tal Zitelli. Era parte de la patota, violaba, torturaba. No sé por qué cojones apareció, lo único que sé es que me decía que todo se iba a solucionar y que todos estos errores eran colaterales. Me decía, ‘ha sido un error porque tu eres cristiana, católica”’, recuerda Victoria de aquel teatro del absurdo, donde Miguel, disfrazado de “asesor espiritual”, tenía que visitarla todos los días. 

 

Antes de cruzar el patio y llegar a la Alcaldía de Mujeres, el segundo lugar donde estuvo detenida y desde donde volvió a pisar la calle, Victoria volvió a cruzarse con Lofiego. Ya sin esposas ni capucha, entró a su despacho: “me dice ‘queremos comprobar más datos’. Al escuchar la voz, pienso, este es el que me habla, el que me pone el cigarro. Esta es la voz”. Al fin fue Victoria la que dejó de ser ciega. Antes de irse es cuando sucede la escena: él la agarra por los hombros, le da un solo beso, y le aconseja que se escape. “Fue paternal, como un abuelo. Yo los veía viejos y el tipo no llegaba a tres años más que yo. Eran todos de nuestra edad. Claro, nosotros éramos el gusano enterrado y ellos estaban florecidos arriba”, recuerda Victoria. 

 

Cuando los curas la ubicaron, sus padres contactaron con el consulado español en Rosario. Los atendió Vicente Ramirez-Montesinos. Un tipo de porte mediano y voluntad férrea, que cruzó a Leopoldo Galtieri en persona y colaboró en el exilio de varios presos políticos durante la dictadura. “Se entera Vicente esa mañana y a la tarde ya estoy hablando con él en el despacho de Feced. Cuando éste entra, Vicente le dice que se retire, que en ese momento estaba en territorio español”, recuerda Victoria. 

 

Agustín Feced fue el jefe del Servicio de Informaciones del II Cuerpo, cuyo nombre lleva desde el 2010 la megacausa por crímenes contra los derechos humanos. Se lo acusaron de 270 crímenes, pasó en la cárcel sus últimos años hasta que en 1986 fue declarado muerto por el Hospital Militar. Sin embargo, ha habido testigos e investigaciones que aseguran haberlo visto con vida hasta varios años posteriores. La causa que llevaba su nombre fue declarada extinta por el Tribunal Penal de Rosario el 15 de diciembre de 1989. 

 

“Salí un diecisiete de agosto, el día de San Martín. Me dijeron: ‘Victoria a la guardia’. Me acuerdo del día como si fuera ahora”, tirada en el suelo, entre las cuatro paredes había solamente una cama de metal sin colchón. En el sótano también había unas colchonetas de goma eva, “finitas, sucias, con manchas de todo tipo. En el suelo éramos mayoría, nos quedábamos la colchoneta. Las que entraban torturadas, estaban más jodidas o enfermas iban a la cama”, recuerda. Victoria no es creyente, pero pensando en las monjas dijo: “ay María Auxiliadora por favor, quiero irme hoy”. Entonces se durmió y la despertaron los gritos. “‘Sales en libertad’, era el alarido. Querían que las demás se sintieran rabiosas de que a mi me sacaban. Fue lo contrario. Todas se me tiraron encima, casi me revientan y todo era datos: ‘habla con mi mamá, vivo acá, vivo allá, decí esto, decí lo otro. Abrazarme con mis compañeras de detención. Esas éramos las de calle Tucumán”, desliza Victoria emocionada.

Fachada del ex Servicio de Informaciones, que fue hasta 2012 Centro Popular de la Memoria.
 
La Patria partida

Cuando Victoria salió, Vicente no paraba de decirle que se tenía que ir porque la estaban siguiendo. Ella le respondía: “no me están siguiendo, los tengo ahí de guardaespaldas”.  No disimulaban, la seguían y la observaban. Pero no quería irse, sus compañeras seguían adentro y eso a Victoria la aferraba a la tierra que la había visto crecer, florecer y marchitarse casi más que la culpa de que ella estaba fuera y las demás no. “Llegó un momento en el que Vicente me dijo que había riesgo de que vuelvan a por mi, y que entonces él ya no me podría tocar: ‘te van a desaparecer’”, rememora Victoria.

 

El detonante se dio cuatro meses después. Volvía del supermercado por la calle Entre Ríos con su mamá, cuando lo vio pasar. “Entonces te vas acercando y la mirada de él está en la tuya y la tuya está en la de él, pero sigues caminando sin pararte, sin nada. Yo ya estaba en el ataque de nervios: era el famoso Lofiego. Le vi la cara cuando nos hicieron el traslado pero no me la había olvidado. Cruzó la calle caminando, como un señor normal. Estábamos viéndonos. Era la voz. Era él”, dice Victoria con la mirada fija. De ahí, se fue al consulado directo y Vicente le hizo los papeles.

 

El primero de febrero de 1977 llegó a Madrid. En la aduana, recuerda que leyeron “inmigrante retornada” y la festejaron; “¡que has vuelto!”, decían. Victoria no paraba de llorar, se sentía culpable por haber salido primera, por “haberlas dejado adentro”. Sigue recordando con pena: “vine aquí y durante dos años no hablé de este tema, de dónde venía, de dónde había salido. Con nadie. Solo me iba a unos pinos a llorar, todos los días. Sola. Porque el miedo era la represión a mis padres, a los que todavía estaban allá. Vicente a los seis meses se fue de Argentina porque le empezaron a poner bombas en el coche. Ya no era el del principio, el que le dijo a Feced, ‘General, retírese’”.

 

Del silencio, el exilio y la vuelta a una casa vieja

Cuando Victoria mencionaba el tema, su mamá en vez de decir “centro clandestino” decía “colegio”. “Que no me hables del colegio, mamá. Era la cárcel, la puta cárcel”, dice una Victoria disgustada. Les había prometido que no volvería a hablar del tema. Cuando murió su madre en 2016, Victoria se permitió algunas cosas: empezar a cobrar una pensión para víctimas de la última dictadura cívico-militar y el sí en la participación de los juicios preliminares dentro de la megacausa Feced V (Díaz Bessone), antecedida por cuatro juicios (Feced I, II, III y IV) en las que se condenaron más de seis cadenas perpetuas a diferentes militares por crímenes de lesa humanidad, entre las que se encuentra la sentencia de José Rubén Lofiego. 

 

Tiempo después, con las únicas con las que le ponía palabras era con sus compañeras, en grupos de Whatsapp transatlánticos y en ocasionales viajes al Barrio de las Letras en Madrid. “Ahora voy a poder ir. Al fin voy a poder hablar con ellas”, relata Victoria, que después de 46 años de un exilio interminable, este año vuelve a pisar tierra rosarina. “Lo tengo pendiente desde el año 77. Quiero cerrar todo. Quiero despedirme”, pronuncia Victoria con emoción.

 

La memoria, para ella y para muchos, vive. No es una cosa muerta. Y cada 24 de marzo, resucita con más fuerza. “Yo pensaba que todo el mundo había ido cuando ya se podía entrar adonde estuvimos detenidas. Pero no muchas han podido. Les produce mucha angustia, yo no sé, hasta que no vaya y no lo intente no sé qué puede pasar”, reflexiona Victoria. 

 

Eso es estar exiliada, dice, crecer partida: “vivir con una pata aquí y con otra en el país de origen”. Victoria confiesa que cada tanto recorre Rosario por internet. Ve cómo desaparecen edificios, cómo cambian los nombres de las calles. Mira fijamente mientras se dice más a sí misma que a cualquier otra persona: “¿por qué quiero volver? Porque yo me siento argentina. Quiero caminar por Rosario. Ver el bar que tuvieron mis papás, el piso que está todavía. Quiero ir a la plaza Pringles, al colegio. Ya no hay ningún cura de mi época. No cerré y no puedo cerrar Argentina. Es la añoranza. Es mi país”.

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